En días pasados Ingrid Betancourt compareció ante la Comisión de la Verdad. Su testimonio no es solo un ritual, ni es el único por el que se pugna en un nuevo relato de nuestra memoria. Y no lo es, porque uno de los asuntos medulares que se ha puesto de manifiesto en la crisis social que atraviesa Colombia es la disputa de la memoria.
Usualmente el relato de la memoria en Colombia tenía más bien un sentido hegemónico: éramos básicamente una nación mestiza con un Estado esmerado en el respeto por la ley, pese a una violencia endémica que se prolongaba por varias décadas. La clase política colombiana, pese a la corrupción que siempre le ha acompañado, había llevado al país por una senda de crecimiento económico y, en general, los avances de la sociedad colombiana eran inobjetables.
Pero llegó un momento de quiebre de esa memoria complaciente. Como era previsible, los sectores excluidos y discriminados de la sociedad empezaron a cuestionarla y a exigir un nuevo relato. Quizá el quiebre se inició con el cuestionamiento de un sistema político que habiendo sido eficaz para contener la hemorragia de la violencia, también cerró los espacios de participación social y política democráticos. En el campo de los estudios sociales ese movimiento dio lugar a una corriente que se conoció como la nueva historia de Colombia. Pero la verdad es que aquella corriente fue más bien tímida y restringida a un rincón de la sociedad ilustrada y el resto de la sociedad colombiana siguió creyendo en la batalla proverbial que daba una clase política en defensa de las instituciones y la sociedad.
El verdadero remezón llegó con el desmadre de la violencia múltiple que se forjó en los años ochenta con el crecimiento de la violencia guerrillera, el terrorismo del narcotráfico y el accionar de los grupos paramilitares en los años 80, proceso que derivó finalmente en el pacto de paz que generó finalmente la constitución de 1991. Es razonable pensar que para bien o para mal, la constitución de 1991 abrió las puertas para construir un relato incluyente y pluralista de país. Hoy franjas excluidas y discriminadas de la población colombiana que no están en el relato de nación que exigen con toda justicia no seguir siendo una nota de pie de página en él. Es pues, lo que ha dado lugar a ver los múltiples relatos de lo que hoy es una disputa de nuestra memoria.
Pero la intensidad y pugnacidad por el control de las riquezas nacionales y por el control político en las tres últimas décadas llevó a una perversión y recrudecimiento de la violencia poniendo de presente un inesperado y emergente protagonista: las víctimas. Este nuevo actor, diverso, plural y numeroso ha supuesto un nuevo desafío para el relato de la memoria luego que los Acuerdos de paz del teatro Colón abrieran nuevas puertas para cuestionarlo.
En este camino, el mayor desafío para la memoria es conocer la verdad, pues esta supone provocar un sacudón del relato de nación que la memoria oficial ha instalado en el inconsciente colectivo colombiano. De este modo las fuerzas que fueron silenciadas o puestas en sordina, han visto una oportunidad en este proceso pues les ofrece una oportunidad única para derribar ya no solo estatuas y símbolos de la historia oficial, sino a la misma clase política agonizante que cultivó ese relato complaciente de nuestra historia. El problema es que el proceso de revisión del relato de la memoria nacional no es un proceso rectilíneo, como a veces creen los nuevos actores y grupos poblacionales que reclaman un lugar de dignidad y aporte en ella.
Quienes se han ocupado del asunto con rigor, no siempre han estado seguros de cuál es el camino más apropiado. Entre otras cosas, porque por el afán y la avidez de conocer la verdad de los excluidos y discriminados, hay verdades que no siempre las víctimas están preparadas para escuchar. De ahí que el frenesí que por momentos se ve en una parte de la sociedad por impugnar y acusar con pugnacidad a los que conciben como culpables de sus desgracias y discriminación, no siempre tenga que recibir la aprobación y el respaldo de lo que se supone es la mayoría de la sociedad. Decir esto públicamente exige poco más que coraje y responsabilidad.
Por el otro lado, aquellos que suponen que pedir moderación y prudencia para conocer la verdad y construir un relato de nación y de memoria que se ajuste más a la índole real de nuestra nación y de la sociedad (que también nos preserve como un país que puede inaugurar una era de paz), no pueden tampoco creer que se les está eximiendo de sus responsabilidades y que tendrán impunidad como siempre.
El asunto que se plantea para quienes pugnan por la construcción y gestión de una memoria más acorde con lo que somos, es qué tanta verdad pueden soportar las víctimas del presente y qué tanta verdad puede soportar nuestra sociedad para que esta no se siga desmadrando, no sea que en vez de paz, lo que se inaugure sea un nuevo ciclo de violencias de más amplitud y alcance que nos lleve no solo a la ruina económica y política, sino también a la ruina y la orfandad moral. No es fácil la tarea que tenemos, como sociedad, de cómo gestionar la memoria que se descubra luego de años y años de violencia de todo tipo y con millones de víctimas esperando que se les diga la verdad de lo sucedido con sus familiares
Ya en su momento otros se han ocupado del asunto cuando se ha intentado imponer el negacionismo de los hechos históricos, o cuando se ha pretendido también ignorar que el olvido es parte de la memoria misma (Vidal-Naquet: Los asesinos de la memoria, Rieff: Elogio del olvido). Cobra por eso vigencia aquello que advirtiera Todorov cuando alertaba sobre el mal uso de la memoria (Los abusos de la memoria, breve y esclarecedor texto).
Desde nuestro punto de vista, parte de la crisis social presente también involucra cómo construir un relato común de la memoria: está detrás del derribo de estatuas, en la destrucción de lugares de poder emblemáticos; en el rebautizo de algunos lugares de la protesta. No hay que creer que eso tendrá reversa, pues son justamente lugares de disputa de la memoria, de la construcción de un relato de memoria que genere algo más que un nuevo memorial de agravios de la sociedad colombiana. En el entretanto, bien vale preguntar si en el proceso de construir un relato común de nuestra memoria, hay lugar también para proponer una pausa en ella que, sacando a la luz verdades que se necesitan ventilar, prorrogue otras para tiempos en que la sociedad se encuentre en mejores condiciones de conocer. Finalmente, en el presente de hoy la recuperación de la memoria excluida, más que un sentido histórico, debería tener una prioridad pedagógica para la sociedad.