A los 15 años se rebuscaba la vida en call centers y bares para llevar comida a su casa y costearse sus estudios de derecho. Creció en una familia barranquillera humilde de tradición liberal “chapada a la antigua”. Su mamá fue una devota ama de casa, típica de la Costa Caribe, mientras que su papá, un ingeniero, trabajaba en el sector público, fue secretario de impuestos de la alcaldía de Barranquilla, pero los malos negocios lo arrastraron al alcohol y en año y medio lo mató una cirrosis. Miguel Ángel estudiaba derecho en la Universidad de la Costa (CUC), a la que entró por la entrañable amistad que su familia sostenía con Eduardo Crissien, excongresista liberal samperista, uno de los fundadores de la universidad y papá del actual ministro de Ciencias, Tito Crissen. La CUC, un histórico fortín político, sería el causante de la primera pelea ideológica entre Miguel Ángel y su papá que le pedía votar por Eduardo Crissien si quería mantener la media beca que le habían otorgado por buenas notas. La muerte de su papá lo cambió todo, en séptimo semestre abandonó la universidad para ponerse a trabajar a tiempo completo.
Una conocida de su familia que era azafata en Avianca le contó que la aerolínea estaba en búsqueda de personal y Miguel Ángel mandó su hoja de vida. Sin esperarlo, lo terminaron contratando como aeromozo, un empleo que para el año 2000 no era común entre hombres, pero dada la buena paga y beneficios lo aceptó. Un estilo de vida también inestable por los constantes viajes que lo obligó a reanudar su carrera en la Universidad de la Costa. Así fue como terminó estudiando de día y trabajando en viajes a destinos nacionales durante las noches hasta que renunció y con la liquidación que le dio Avianca le alcanzó para mantenerse económicamente hasta graduarse.
Escogió La Modelo de Barranquilla para hacer sus prácticas. El desagradable olor a comida podrida que sentía al entrar a la cárcel, es de esos olores que nunca se olvidan. Miguel Ángel solo duró tres meses trabajando en La Modelo, cuando denunció ante las directivas que un recluso, jefe paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), vivía como un patrón tras las rejas, tenía derecho a aire acondicionado y almorzaba a la carta pues pedía comida de los mejores restaurantes. Las quejas fueron molestas y la directora de La Modelo le pidió que por su seguridad no volviera. Quince años después, se volvería a topar con ese jefe paramilitar que le serviría de testigo cuando representó a una víctima de las AUC.
Con un diploma de abogado, pero sin ninguna especialización a la vista por falta de dinero y un apellido privilegiado que impulsara su carrera, le fue imposible encontrar trabajo en Barranquilla. Miguel Ángel se mudó a Bogotá, la capital de las supuestas oportunidades, pero terminó trabajando, una vez más, en un call center y viviendo en una pensión de medio pelo. Con la esperanza de convertirse en un duro penalista, se presentó en la oficina de abogados que consideraba eminencias del derecho penal. Les llevó su hoja de vida a Jaime Lombana, a Yesid Reyes Alvarado y hasta tocó la puerta del exprocurador Alfonso Gómez Méndez. Todas las veces sin éxito. Del Río no pedía mucho y se conformaba con ser su carga maletas, pero solo consiguió que los guardaespaldas de los abogados lo sacaran a patadas. Sin más opción, empezó a colarse cada sábado en las clases de derecho penal en la Universidad Externado, hasta que le prohibieron la entrada y le pidieron que pagara si quería escuchar. Sin saber qué más hacer, empezó a asistir a las audiencias de los juzgados de Paloquemao, a ver si aprendía cómo litigar.
Así duró un año, hasta que un compañero del call center le ofreció un trabajo en un bufete de abogados, no era una firma de penalistas como añoraba, era un puesto de abogado de tránsito. A diario, le tocaba esperar que sucediera en algún lugar de Bogotá un accidente. Por cada uno le pagaban 50 mil pesos, y si habían muertos, un poco más por la asesoría penal. Por cosas del destino y sin experiencia, le salió el primer caso que marcaría su carrera y lo llevaría de regreso a su natal Barranquilla. María Paula Ceballos, esposa del prestigioso ganadero Fernando Cepeda, asesinado por sicarios, contrató sus servicios pues la estaban culpando del crimen injustamente. Silvia Gette, madrastra de Ceballos y exrectora de la Universidad Autónoma de Barranquilla, había sido el cerebro del asesinato, y con dinero torció a la Fiscalía, el CTI y compró testigos para hacer un montaje judicial e inculpar a su hijastra. Sin pertenecer a un bufete de abogados y sin ni siquiera tener una oficina, Miguel Ángel se reunía con su cliente en tiendas de barrios mientras extendía los papeles sobre la mesa en medio del bullicio de la calle. El caso, como lo llevó, fue todo un éxito y terminó un anotándose el triunfo judicial cuando logró sacar de la cárcel a María Paula Ceballos.
El caso contra Silvia Gette puso su nombre en el radar de los medios, pero sería el caso del hijo de Carlos Rodríguez, más conocido como el sastre de los ídolos vallenatos, el que lo catapultaría hacia la cima. Carlos Rodríguez lo contactó después de que Miguel Ángel lo llamará bandido durante una entrevista televisiva. No tenía pruebas para calificarlo como tal, eso lo sabía Del Río, quien tuvo que agachar la cabeza y retractarse públicamente de su afirmación. El malentendido terminó convirtiéndose en una relación abogado-cliente pues el Sastre lo terminó contratando para que investigara el homicidio de su hijo que había sido asesinado seis años atrás y todavía no capturaban ni siquiera a los autores materiales. Su nuevo cliente le contó del principal sospechoso, el ganadero vallenato José Hernández Aponte, más conocido como el Ñeñe, a quien le había prestado grandes sumas de dinero, pero quien prefirió mandarlo a matar antes que pagarle. Tras una confusión entre el Ñeñe Hernández y los sicarios, terminaron asesinando a Óscar Eduardo Rodríguez, el hijo de 26 años del Sastre.
Miguel Ángel del Río logró que la Fiscalía interceptara al Ñeñe Hernández, no contaba con que el nombre de Marquitos Figueroa también saldría a relucir en el curso de la investigación. Aunque no hablaban del crimen del hijo del Sastre, los audios develaron el entramado entre el exgobernador de La Guajira, Kiko Gómez, el clan Gnecco del Cesar, el Ñeñe Hernández y Marquitos Figueroa, quien estaba a punto de quedar libre. Tres días antes de que saliera de la cárcel Picaleña en Ibagué con sus hombres de confianza que lo esperaban afuera junto a reconocidos cantantes vallenatos dispuestos a ofrecerle la mejor parranda en el municipio de Fonseca, Miguel Ángel del Río movió cielo y tierra para que un juez mantuviera preso a Marquitos Figueroa. Lo logró. Si la Fiscalía hubiera emitido también la captura del Ñeñe Hernández, no hubiera alcanzado a salir del país rumbo a Río de Janeiro en donde unos sicarios lo mataron.
La actividad criminal de Marquitos Figueroa no fue lo único que arrojaron los audios de la investigación inicial al Ñeñe Hernández. De quince mil grabaciones que Miguel Ángel escuchó durante mes y medio, se topó con la grabación entre el Ñeñe Hernández y Claudia ‘Caya’ Daza, exasesora de Uribe, en la que hablaban sobre dineros para comprar votos en La Guajira para la campaña presidencial de Iván Duque. Aunque la Fiscalía no quería revelar los audios en los que se mencionaba la operación, terminaron cediendo ante la presión mediática. Parte de las pruebas fueron publicadas en La Nueva Prensa.
Con la Ñeñepolítica sobre la mesa del debate político, Gustavo Petro contactó a Miguel Ángel del Río para que fuera su apoderado pues si la compra de votos de la que hablaba el Ñeñe y Caya Daza era cierta, él sería el principal afectado al haber quedar de segundo en las elecciones 2018. Con Petro buscando sus servicios, lo contactaron otros simpatizantes de la izquierda como Inti Asprilla, Catherine Miranda, María José Pizarro, Gustavo Bolívar e Iván Cepeda.
Luego llegó el caso de Juan Guillermo Monsalve, hijo del administrador de la Hacienda Guacharacas de la familia Uribe y quien se convertiría en el testigo clave contra el expresidente comprometiéndolo con la conformación del Bloque Metro de las AUC que se fundó en dicha finca. Miguel Ángel del Río habló con Deyanira Gómez, esposa de Monsalve, quien le contó que se quedó sin trabajo cuando la echaron de Coomeva y tras las amenazas en su contra había empacado maletas rumbo a Canadá con sus hijos. El caso de su esposo había acabado con su vida. Pero en una movida jurídica que cambió el tablero del caso, Miguel Ángel del Río logró que la Corte Suprema la admitiera como lo que él la consideraba, una verdadera víctima, y le empezó a representar.
Sin buscarlo Miguel Ángel del Río se convirtió en un abogado del antiuribismo. También sumó a su repertorio los casos de la defensa de la serie Matarife contra las tutelas del expresidente Uribe, la creación de la Primera Línea Jurídica para defender a los jóvenes detenidos y procesados durante el Paro Nacional y ahora el caso de Aída Merlano, quien denunció a Álex Char por secuestro, violación y lo involucró en la compra de votos en la costa. Como buen barranquillero que no es de una clase privilegiada, Miguel Ángel del Río sabe bien cómo funcionan las cosas con los Char, Name y Gerlein que siempre se han quedado con todo en el Atlántico: cargos públicos, contratos y empresas privadas. A pesar de las amenazas en su contra que cada vez son más alarmantes que lo obligó a tener un esquema de seguridad parecido al de los guardaespaldas de los abogados que antes buscaba para entregarle su hoja de vida, Miguel Ángel del Río sabe que los casos mediáticos y la buena fama que se ha hecho “encarcelando bandidos” hoy lo tienen entre los penalistas más cotizados del país, un selecto grupo al que muy pocos abogados llegan.