La dignidad de los estudiantes contra la desmemoria

La dignidad de los estudiantes contra la desmemoria

"Es enorme la tarea que tienen las generaciones de colombianos que quieren vivir en paz, que defienden su dignidad y la de sus universidades"

Por: José Ignacio Correa M.
septiembre 30, 2019
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La dignidad de los estudiantes contra la desmemoria

“Seguro que fue un sueño. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz” (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad).

Con la frágil retentiva de quien no quiere recordar porque ya nada importa, este país se ha acostumbrado al vértigo de los sucesos cotidianos y, ante todo, ha claudicado ante el impacto de los discursos que circulan por los medios y redes, con un tufillo de tergiversación que vigoriza las soberbias de quien ostenta la hegemonía política y económica.

Desde los orígenes mismos de nuestra nacionalidad (dicen que fue ahora hace 200 años) hemos asumido imaginarios ajenos y maniqueos que nos han llevado a aceptar como lícito el empleo de la violencia y el atentado personal contra aquel que no profese nuestros credos o que propicie lecturas de la sociedad que se salgan de los estrechos márgenes de la tradición. Y, para el efecto, basta recordar ese hilo de sangre que va de nuestra casa hasta los confines de la humanidad, pasando por las calles, edificios, ciudades y campos colombianos, siempre sin dilucidar su origen, pero siempre plantando las víctimas de nuestra propia cosecha, en un número tal que avergonzaría a cualquier pueblo del mundo, a través de las diez modalidades de nuestro conflicto que ha caracterizado el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre las que sobresalen “acciones bélicas, ataques a poblados, asesinatos selectivos, masacres, atentados terroristas, secuestros, desapariciones forzadas…”.

Ahora bien, cuando en ejercicio de un derecho constitucional, miles de estudiantes se movilizan por las calles bogotanas, dejando en alto su capacidad de convocatoria y el nombre de las 14 universidades (públicas y privadas) en que se forman, algo choca con los intentos de recortar libertades y diluir derechos, así sea necesario ponerle un nuevo parche a esa colcha de retazos en que se ha ido convirtiendo nuestra Constitución Política.

Una marcha de la dignidad universitaria, que se opone frontalmente a la corrupción imperante en nuestra vida social y política, y que exige respeto por los campus que han sido violentados en las últimas semanas —Universidad de Cundinamarca (en Soacha) y Distrital, Pedagógica y Nacional (en Bogotá)— resulta ser infiltrada por extremistas que, precisamente por serlo, recurren al uso de la violencia como discurso privilegiado de orientaciones hegemónicas o en proceso de serlo, lo cual debe ser esclarecido por las autoridades correspondientes.

Aquí no pueden ser de único recibo los comentarios apresurados de comunicadores que generalizan el accionar de veinte encapuchados autores de los desmanes y refieren que “los estudiantes” (más de cinco mil) fueron los responsables. Tampoco son fiables los “balances” realizados por quienes buscan conculcar el derecho a la protesta pública, incluso desde antes de estar en el poder (Guillermo Botero, hoy ministro de Defensa, el 18 de julio de 2018) o de personajes que han vulnerado los derechos de vendedores callejeros, el ambiente y la ciudadanía y que hoy prometen entrar a las universidades cuando lo consideren pertinente.

Los señalamientos y acusaciones sin fundamento, como imposición de significantes y de sentimientos en ebullición (por ejemplo, cuando se estigmatiza a todos los estudiantes como vándalos, como criminales y potenciales asesinos, como ocurrió con algunas personas luego del ataque al Icetex, cuyas declaraciones han sido viralizadas), amplían la brecha entre los colombianos que quieren vivir en paz y quienes desde una perspectiva maniquea dividen el mundo entre amigos y enemigos, muy al estilo del ideólogo del nazismo Carl Schmitt, cuando afirmaba que “Todo enfrentamiento se transforma en un enfrentamiento político si es lo bastante fuerte como para reagrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos”, es decir, cuando se hace uso de la “violencia conquistadora”, lo que podría ser rubricado por activistas ubicados en cualquier lugar del espectro ideológico e implementado por cualquier tipo de antisociales, como los que infiltran las marchas estudiantiles.

Pero, aparte de toda esta violencia física, campea en nuestro medio la peste del olvido que denunciara García Márquez: mañana los medios pasarán a otro tema y los casi once mil millones de pesos escamoteados a la Universidad Distrital o los niños víctimas de los gases oficiales o las instalaciones vulneradas inconstitucionalmente por las fuerzas del orden quedarán sumidos en “el sueño de los justos” de que hablaban nuestras abuelas, es decir, se perderán en el limbo de ateos y cristianos. Así, sin que tengamos mucha conciencia de ello, quedarán resonando en nuestro imaginario las versiones más reiteradas de la situación que no por ello son las más ajustadas a la realidad y quedarán resonando —cómo no— como eternos estigmas los epítetos y las agresiones simbólicas (y físicas) a unos jóvenes que se atreven a forjarse utopías y a creer que “otro mundo es posible”, como lo hicimos nosotros y lo han hecho todos los jóvenes, en todos los momentos de la humanidad y no por ello han de ser señalados, marginados o violentados.

Sí, enorme tarea la de estas generaciones de colombianos que quieren vivir en paz, que defienden su dignidad y la de sus universidades, en un medio en el que priman intereses de tan variada índole que no dudan en emplear las armas de la política y de la guerra, todas ellas cobijadas por algunos medios y redes de información que terminarán por convencernos de que es mejor desentendernos de lo que ocurre, pues todo está como lo quiere el hegemón, que es mejor olvidar y que “Seguro que [todo] fue un sueño. En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”.

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