No sé nada de poesía. No sé ni para qué sirve. Creo que los lectores de poesía son perezosos. La poesía es como las canciones, se pueden entender empezadas. Es un género ideal para leer en los trancones bogotanos. Es música que no tiene otro sentido que el de crear imágenes. La mejor poesía es la que no parece poesía. La que se trabaja tanto que se va pelando la carne hasta que quede el hueso. Y eso es lo que encontramos en Drama y Otra, los últimos libros de Daniel Winograd.
Colombia, este maldito país de poetas, está lleno de aspirantes a escritores que nos creemos inspirados porque, ante no tener nada que decir, llenamos el espacio con adjetivos. Winograd, en su ejercicio exhaustivo, ha aniquilado lo barroco, lo cursi, para darnos un retrato descarnado de la cotidianidad a la mejor manera de Bukowski.
Lo urbano, la melancolía, la ciudad, las noches de asma esperando el abrazo de mamá en la mitad de la noche, la necesidad de recuperar el pasado, como si fuera un Proust paisa, está en sus versos de difícil ternura, haikús de precisión absoluta, que desconciertan, que atrapan, que te clavan frente al papel para leer una y otra vez e intentar entrar a la dimensión de lo que alguna vez fue, a la dicha de los años en donde no había pasado, en lo que lo único que existía era uno mismo.
No me gusta la poesía, pero, como ustedes, colecciono recuerdos. Hijo del pesimista Thomas Bernhard, el hombre que escribió sobre el amigo de Glenn Gould que se pegó un tiro porque nunca podría tocar las Variaciones Goldberg con su misma maestría, Daniel Winograd cita a sus ancestros y les canta y les grita, cuando a veces está bien, cuando a veces está mal, el absurdo dulce de estar vivo.