Eran nuestras vacaciones de Semana Santa del año 2017 y veníamos saliendo de Valledupar hacia Cartagena. Recuerdo que a la salida de esta hermosa población, antes de llegar al peaje, nos tocó esperar media hora ¿Motivo? Habían habilitado todas las casillas del peaje para solo ingreso a Valledupar. La repentina muerte del cantante de vallenatos, Martín Elías, el día anterior, había ocasionado una movilización masiva de sus seguidores hasta Valledupar. Se dirigían a su sepelio.
Después de superado el inconveniente vial, a unos diez minutos de venir en la vía, vi una carretera a mano derecha, la cual lucía exquisitamente adornada con frondosos árboles a lado y lado. Esta conducía a una pequeña montaña que se divisaba a lo lejos. A la entrada, en lo alto de dos postes de aluminio, una leyenda anunciaba: "Bienvenido a Pueblo Bello".
Mis compañeras de viaje (mis hijas y su mamá) venían dormitadas. Cuando les informé acerca de lo pintoresco y llamativo de aquella estrecha carretera de vereda, y el singular nombre para un pueblo, simplemente miraron sin comentar nada.
¿Entramos a conocer Pueblo Bello?, pregunté mientras seguía conduciendo. Nadie respondió. Volví a preguntar, y al no obtener respuesta alguna, decidí devolverme y entrar.
Es un camino empinado. El asfalto en excelente condición y la majestuosidad de la naturaleza en todo el camino no dejó de maravillarnos.
A medida que subíamos, la aparición de paisajes, campesinos e indígenas en el camino, más nos atrapaba. De repente, el insistente pitar de un vehículo detrás nuestro captó mi atención. Una caravana de camperos y camionetas Toyota, de diferentes tipos y modelos, untadas de barro hasta los techos, de manera presurosa y algo imprudente nos comenzaron a sobrepasar. Alcanzamos a contar más de diez de estos vehículos. Con admiración comentamos lo rico que sería participar en uno de esos rally.
Seguimos avanzando, pero no sabía a dónde nos dirigíamos. Nos habíamos adentrado media hora de camino sin saber con seguridad la proximidad de Pueblo Bello.
Propuse a mis compañeras parar y devolvernos. Eran las dos de la tarde y todavía nos faltaba un largo trayecto hasta Cartagena. Pero la respuesta de mis hijas fue unánime: "No, papá, si ya avanzamos hasta aquí, sigamos". Y así lo hice, proseguimos hasta llegar a Pueblo Bello.
Pueblo Bello es una de las poblaciones ubicadas a mayor altura en la región. Por lo que resulta extraño ver, en plena costa, algunas personas ataviadas con abrigos, ruanas o chaquetas.
Hicimos un rápido recorrido por todo el pueblo y créanme, subir valió la pena. Pudimos ver una comunidad indígena organizada, con calles pavimentadas y un comercio vivo y activo. Casas campestres y acogedoras adornan su arquitectura; y las personas, amables y atentas.
Ya finalizando el recorrido, y con ganas de entablar conversación espontánea con lugareños, decidí parar en una tienda a comprar algo de tomar para mis hijas.
Era una de las tiendas más grades. Situada en una esquina, contaba esta con tres entradas, dos de las cuales estaban desocupadas y libres para el normal flujo de clientes; y la tercera, obstaculizada un poco, por una concurrida reunión de personas departiendo.
Esta es mi entrada, la congestionada, dije para mis adentros. Estacioné nuestra camioneta justo al frente y me bajé. Por obvias razones me tocaría pasar por entre la multitud. Era una reunión familiar, todos amenamente departían y charlaban en un extenso circulo.
—Buenas tardes, caballeros, qué pena interrumpir y pasar por entre ustedes. —Comenté en voz alta simulando estar avergonzado.
—Tranquilo, amigo, bien pueda. —Respondieron varios.
Me acerqué al mostrador, pedí una cerveza y tres refrescos.
Me devolví hasta la camioneta, entregué los refrescos y me quedé de pie, recostado a la puerta del pasajero.
—¿De dónde nos visita, amigo? Escuché a alguien dirigirse a mí. Y listo, eso fue lo necesario para entablar una amena y grata conversación entre todos.
Nos hicieron bajar del auto. Acomodaron sillas para mis hijas, Sol y yo. Me brindaron un trago de Old Parr, insistí en negarme a recibirlo con el argumento válido de estar conduciendo. Pero fue inútil, me hicieron tomar dos de estos tragos.
Conversamos de todo. Escudriñamos nuestras vidas. En un momento dado fue tal la confianza adquirida que nos propusieron quedarnos y pasar esa noche de celebración con ellos. La esposa de uno de estos amables caballeros insistió a mis hijas y a la madre de ellas visitar su casa que estaba contigua a la tienda.
—Mi hermano, ya te quedaste. Mi mujer ya se llevó a la tuya y al las niñas para la casa. De seguro van a escoger las habitaciones. Me comentó entre risas uno de los lugareños.
Yo, muy emocionado, entre risas también, agradecí la noble insistencia en procurar que nos quedáramos.
Estas hermosas personas estaban celebrando el reencuentro entre varios de ellos. Todos familiares, sin verse y compartir desde hacía ya varios quinquenios. Era una reunión netamente familiar, y aún así, pretendían y querían hacernos partícipes de la celebración.
Mis hijas se querían quedar. Ya todos estábamos ubicados y en plena charla. Tanta confianza se había logrado en tan corto tiempo que algunos de nosotros, separados y por su cuenta, habíamos entablado conversación en privado con algunos de ellos. Mi hija mayor, con un señor algo mayor que la hacía reír a carcajadas, y su mamá, con la dueña de casa.
La magia de nuestro Caribe es inmensurable. Está allí, en cada individuo, en cualquier esquina. Esa tarde también la sentí. Son señales tan sutiles y sencillas de notar. Lastimosamente, no todos lo pueden ver, no todos lo saben interpretar.
Con dolor nos marchamos y no aceptamos la gentil invitación. Es que no podíamos incomodar a estas amables personas; además, Sol, la madre de mis hijas, tenía trabajo al día siguiente en Cartagena.
Pueblo Bello fue solo un instante. Unas cuantas horas no más, quizás aquella única ocasión; pero lo vivido esa tarde, con aquellas personas, quedará indeleble en nuestra memoria.