La primera infancia es un momento crucial en la vida del ser humano. Entre los cero y los seis años de edad los niños y las niñas empiezan a vivir una serie de experiencias que, si son potenciadas de manera pertinente y acompañadas por personas significativas, puede hacer posible que disfruten la exploración del medio natural y social. También, que desarrollen su pensamiento y lenguaje, que construyan el nosotros a través de vínculos afectivos con otros seres humanos y que participen en el sostenimiento y/o transformación de ciertas prácticas culturales conforme a creencias, valores y normas. Este reconocimiento, relacionado con el valor y la potencia de los más pequeños para las sociedades, empezó a evidenciarse tras las declaraciones de la Convención de los Derechos del Niño (1989), la Conferencia Mundial de Educación para Todos en Jomtien (1990), el Foro Mundial sobre la Educación en Dakar (2000) y el Simposio Mundial de Educación Parvularia en Santiago de Chile (2000), entre otros eventos.
Ahora bien, a finales del siglo pasado, psicólogos, neurobiólogos y hasta economistas plantearon que la primera infancia debía ser prioridad para las sociedades. Se basaron en tres narrativas dominantes: el sujeto de derechos, el desarrollo integral y la inversión en primera infancia comprendida como base del capital humano. La primera narrativa procede de la CDN y su base es la doctrina de la protección integral, así como el carácter prevalente de los derechos de la infancia. La segunda parte de la herencia de las teorías psicológicas del desarrollo infantil, pero incluye la interrelación entre aspectos cognitivos, sensoriales y socio-emocionales como condiciones esenciales del llamado “desarrollo integral”. Por último, se encuentra la narrativa economicista cuya hipótesis es presumir que si se invierten determinados recursos en la primera infancia, como base del capital humano de un país, se puede alcanzar hasta tres veces el retorno de dicha inversión en menos de tres décadas.
Orientados por la tercera narrativa, más que por las dos primeras, hacia el año 2007 el gobierno colombiano firmó el Conpes 109, en el que asumió que los más pequeños debían ser competentes (obsesión de la ministra de educación, Cecilia María Vélez) y prometió invertir recursos para la primera infancia, particularmente en salud, nutrición y educación inicial. Luego, hacia 2011, en el primer gobierno del presidente Santos, mediante el Decreto 4875 se conformó la Comisión Intersectorial de Primera Infancia y se declaró la estrategia de Cero a Siempre con avances importantes en el diseño de la política pública. Posteriormente, en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, el gobierno nacional se comprometió en convertir la educación inicial en parte medular del sistema de formación del capital humano, así como su implementación obligatoria en todo el territorio nacional. Por último, en 2016, el gobierno declaró la atención integral a la primera infancia como política de Estado a través de la ley 1804. Por medio de esta ley se comprometió, entre otras cosas, con la formación de calidad de maestros y maestras para la educación inicial, la construcción de un índice de valoración de desarrollo infantil y la garantía de los recursos necesarios para atender a todos los niños y las niñas del país de cero a seis años.
Hasta aquí se podría concluir que el último gobierno del presidente Uribe y los dos gobiernos del presidente Santos se han comprometido con la primera infancia, y que sus acciones han sido consecuentes con sus promesas. Sin embargo, existen cuatro argumentos que permiten concluir que las promesas sobre un asunto crucial para la sociedad colombiana no se han cumplido, y que tristemente se trata de un tema “taquillero” y de grandes consensos que, con excepciones, invisibiliza la realidad de los niños y niñas de primera infancia en las regiones, naturaliza la inequidad según territorios, etnias y clases sociales, y cuenta con escaso control político por parte de la sociedad civil. Veamos:
En primer lugar se han incumplido las metas en atención a la cobertura prometida. Según el diagnóstico del primer gobierno Santos que dio la información necesaria para el diseño del tema en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 y de esta política de Estado, durante el cuatrienio 2011-2014 fueron atendidos 976.387 niños y niñas. Asimismo, en las promesas declaradas con ocasión de la promulgación de esta ley, el presidente Santos aseguró que en su segundo gobierno se atenderían 1.500.000 niños y niñas. Si se tiene en cuenta, de acuerdo con el DANE, que en Colombia hay cerca de 4.800.000 niños y niñas de primera infancia, ¿Qué pasó con la atención integral de los 3.800.000 niños y niñas restantes en el cuatrienio 2011-2014? ¿Por qué, ante los bombos y platillos de la promulgación de la política de Estado en 2016, el presidente Santos se comprometió únicamente con la atención de 1.500.000 niños y niñas entre 2014-2018? ¿No se supone, según la política de Estado, que la educación inicial es obligatoria (es decir para los cerca de 4.800.000 niños y niñas de primera infancia)?
En segundo lugar, la educación inicial ofrecida por el Estado propicia la inequidad y la desigualdad. A pesar de las promesas sobre una atención integral de calidad, sin distinción de clases sociales, etnias, territorios, situación de discapacidad, ni géneros, el Estado colombiano, a través del ICBF y el MEN, ofrece educación inicial desigual, en la que unos niños y niñas tienen el privilegio de asistir a Centros de Desarrollo Infantil (CDI), a jardines sociales en convenio con cajas de compensación (por ejemplo en Bogotá) o a jardines con gran infraestructura y atención interdisciplinaria (por ejemplo los jardines del programa Buen Comienzo en Medellín), mientras que otros niños y niñas asisten a hogares con precarias condiciones de infraestructura, alimentación básica y agentes educativos sin la preparación suficiente para esta labor (por ejemplo algunos hogares infantiles y hogares comunitarios del ICBF).
En tercer lugar, el Estado ha sido cómplice de una informalidad estructural en los procesos de formación del llamado talento humano para la educación inicial. Ante la precarización laboral del magisterio, pero especialmente ante las inhumanas condiciones de contratación de las maestras, los maestros y los agentes educativos en estos esquemas de atención, ha proliferado una desproporcionada oferta de formación en educación inicial (técnica, tecnológica, técnica laboral) que banaliza la labor pedagógica e impone el imaginario de que cualquier persona, a través de un curso básico sobre preescolar, “didácticas” y hasta de primeros auxilios, puede asumir la responsabilidad del trabajo con los niños y niñas de cero a seis años. Además de la dudosa educación brindada por los llamados centros de formación para al trabajo y el desarrollo humano, los cuales observaron en esta coyuntura un excelente negocio, hasta el Sena se ha dedicado a ofrecer diplomados masivos en preescolar y educación inicial, los cuales han contribuido a incrementar su propias metas de cobertura y las del ICBF.
Por último, si llevamos casi ocho años con la puesta en marcha de una estrategia intersectorial de atención integral a la primera infancia, convertida a partir de 2016 en política de Estado, ¿Cómo entender, según el Sistema Nacional de Bienestar Familiar, que en Colombia anualmente mueran 19.2 niños y niñas por cada mil nacidos entre los 0 y los 5 años? ¿Cómo entender que de esos mil nacidos al año, mueran 39.68 en el departamento de la Guajira y 51.91 en el departamento del Chocó? Más allá de utilizar la política pública de primera infancia como mecanismo para ganar popularidad o de colocarla en manos de funcionarios que están más interesados en aparecer en revistas del jet set criollo, es necesario un compromiso político, tanto del gobierno nacional como de los gobiernos locales, para garantizar la atención integral de los niños y niñas de cero a seis años no como asistencialismo sino como un derecho fundamental.