La muerte, ese estado incólume del cual no hay retorno. Nada ni nadie —científicamente comprobado, con disculpa de católicos y protestantes— ha vuelto de la muerte.
La muerte es el destino final. El punto definitivo y del cual sabemos tan poco, solo que es definitivo. Más allá de eso no hay nada.
La muerte es eso: el fin de todo y de todos. Por ello, es el gran enemigo del ser vivo. Es lo que todo ser en su instinto más básico y primario, busca evitar a toda costa, incluso, por encima de sus más íntimos intereses. Madres han abandonado a sus hijos, hombres han traicionado su ideales y valientes han rogado hasta el punto de las lágrimas. Todos, por conservar su existencia.
Al ser la muerte ese destino inevitable, la mayoría de las religiones han ofrecido lo que no se puede probar, y es una vida después de la muerte, ya sea en otro ser vivo, animal o humano, o la resurrección de su ser en un campo donde vivirá en felicidad de manera eterna. El fin de la medicina y su principal propósito es arrancar de las manos de la inevitable muerte a los moribundos y darles una nueva oportunidad en esta tierra —que de paso, es la única que conocemos—.
Tememos tanto a la muerte que preferimos entrar a un callejón oscuro para llegar a nuestro destino que a un cementerio, donde seres del “otro mundo” nos puedan atormentar, sin tener precauciones que algunos de “este mundo”, nos pueden rápidamente, comprar un boleto sin regreso a acompañar a esos seres fantasmagóricos que puede que ni existan.
Pero entonces, ¿por qué hoy día la vida vale tan poco?, ¿por qué se reparte la muerte a diestra y siniestra, sin importar a quien se le otorgue? La respuesta, según algunos, reside en la naturaleza humana. O animal, tómelo como desee.
Pero ahora el ser humano entró en la moda de “matar”. Y al matar no me refiero al ir de calle en calle, asesinando a quien se cruce. Todo se ha convertido en sinónimo de matar.
Hasta el más mínimo suceso, lleva implícito la expresión de la muerte. “El lanzamiento del nuevo sistema operativo solo aplicará para los nuevos dispositivos, declarando la muerte de los anteriores a dos años”, “Se le declaró la muerte política al senador por sus vínculos con grupos criminales”, “Ha muerto el buen fútbol, con la victoria tacaña y mezquina del equipo rival”, y así.
¿Realmente entendemos el significado de la muerte? Tan olímpicamente nos referimos a ella como si fuera un estado del cual se puede volver y se la otorgamos a características tan banales solo porque suena o se lee apropiado al dramatismo que le queremos impregnar a nuestra descripción.
La desvalorización del concepto empieza en lo banal y continua a lo importante. “Preferiría estar muerto a meterme con ella”, “Si me enfermara de eso, ojalá me muera bien rapido”, “Esta mejor muerto, así no tendría que ver lo que pasó con su familia”. ¿Cuanta veces nos sorprendemos a nosotros mismos diciendo o pensando ello, nuevamente desvalorizando el concepto de la muerte?
El punto al que pretendo llegar es que si en nuestro consciente le restamos importancia al concepto de estar muerto, inconscientemente es muy probable que así lo entendamos. Pero repito: ¿es que acaso usted o un allegado suyo ha encontrado la fórmula indiscutible para volver la muerte, quince días después que la vida le haya solucionado sus problemas?
“No esta muerto quien pelea”, reza una de esas frases de cajón —muy utilizada en eventos deportivos— que enmarca la razón de vivir de manera coloquial. Si usted amanece vivo, es bastante probable que tenga unos instantes mas de vida que le permitan hacer algo que no va a poder hacer después de morir. Se lee como una obviedad que raya en lo estupido, pero es lo más cierto que puedo escribir hoy.
“Si tuviera un día de vida, ¿que haría?”, es otra de esas frases populares, que nos permiten gastar 5 minutos de vida, entre pensamiento, organización de ideas y un breve discurso, para concluir que algunos buscarían a su familia, otros tendrían sexo —sin saber con quien, claramente— o algún incauto se enfrascaría en una paradoja filosófica que lo llevaría a concluir que su vida se ha dedicado a perderse en responder las cosas que la gente le pregunta para formular un tópico de conversación. Muy seguramente después de analizarlo, le respondería que no es asunto suyo, y me largaría a hacer algo memorable antes de morirme.
La prudencia ante el tema de la muerte se pierde cuando se considera que ese estado es mejor que otros, que la enfermedad, que la ruina, que la soledad. La vida es la oportunidad de seguir adelante, biológicamente usted es capaz de seguir luchando por estar vivo otro instante más. Moralmente, es un chance que se le otorga para continuar frente a las adversidades y disfrutar de lo que ya tiene.
La sociedad moderna está olvidando que el tesoro de la vida se divide en breves etapas, que en muchos casos no pueden completarse. Infancia, juventud, adultez y vejez. Algunos viven las cuatro, muchos no viven ninguna, así tengan la edad suficiente para haberlo hecho. Otros, ni siquiera tienen la oportunidad de desperdiciar su vida viendo realities. ¿Realmente recordamos el significado de la muerte? No creo, pues pocos conocen el significado de la vida. Y por supuesto, yo no tengo esa respuesta. Ni pretendo tenerla.
Escuchando un podcast de una reconocida historiadora de la radio y YouTube, Diana Uribe, dice :" La muerte son esos libros que no se van a escribir, esos cuadros que no se van a pintar, esas historias que no se van a contar". Cuánta razón.
La vida no es un recurso natural renovable. No hay hijos, ni sobrinos, ni mascota que reemplacen una vida, que hasta su último minuto puede cambiar el mundo o al menos el mundo de alguien con un simple acto.
Ese mencionado tesoro de la vida se desperdicia, segundo a segundo. No olvide que la muerte es lo único definitivo en la vida. Es lo único que a todos nos toca. Y hasta donde sé —y repito, con el perdón de sus creencias—, nadie ha vuelto para contarnos cómo es después de la muerte, y si realmente vale la pena desperdiciar una vida para alcanzar la muerte.