Influenciadores adeptos al expresidente Uribe como la tuitera Natalia Bedoya habían lanzado en redes sociales una convocatoria para acompañarlo en su cita con la Corte Suprema. Si esto hubiera pasado hace una década seguramente se hubiera llenado la Plaza de Bolívar. Las manifestaciones no se hubieran limitado a Bogotá. Ríos de gente se tomarían las calles de Medellín, Cali, Quibdó. Las paredes del país hubieran quedado empapeladas con su rostro en afichitos donde los uribistas pedirían justicia. Pero no, el grupo que apoyaba al expresidente y que se apostó frente a la entrada lateral del Palacio de Justicia no llegaban a ser veinte. Incluso la prensa aprovechó para hacer notas de colores con personajes pintorescos que darían su vida por el Gran Colombiano: una señora que hacía caras rarísimas adoraba a su líder como si fuera un santo, una monja había viajado desde Medellín solo para gritar como una poseída arengas a favor de Uribe a través de un megáfono. Sorpresivamente la aglomeración grande la formaron los que le gritaban “asesino” “paraco” y deseaban la cárcel para el Presidente Eterno.
Unas cuadras más arriba, en el Parque Nacional, estaba convocada la marcha uribista convocada por Paloma Valencia. Sí, a la cita llegaron los mismos pobres domesticados de siempre, esos que aunque se ganan el mínimo viven agradecidos con el presidente porque gracias a él sus jefes pueden ir a la finca sin que los secuestren, pero la gran mayoría de las 1.000 personas apostadas allí llegaron en camionetas de vidrios ahumados, blindadas, cuya única conexión con el pueblo eran sus sombreros aguadeños. Alegando seguridad la marcha nunca se movió y se convirtió en un plantón. A las cinco de la tarde, cuando terminó la indagatoria, en las calles de Colombia no había nadie marchando. Nadie parecía tener energías para protestar por el golpe que había sufrido el expresidente: quedar formalmente vinculado al caso, que en plata blanca significa que la Corte tendría pruebas de que manipuló testigos. Por primera vez Uribe corre el peligro de ser detenido.
Encuesta Datexco del 1 de septiembre, muestra la imagen negativa
del hombre del Corazón Grande en 61 %, la más alta de su historia política.
Increíblemente estamos viendo cómo la lluvia deshace los pies de este ídolo de barro
Desde el 2002 en Colombia la prensa de este país tiene solo un nombre, un tema, una pasión: Álvaro Uribe Vélez. Es sin duda la figura política más importante de lo que va de siglo. Sin embargo, dos décadas después de su explosión, la gente empieza a estar harta de ese nombre. La favorabilidad de Álvaro Uribe en el 2010 era del 72 %, hoy, según la encuesta Datexco entregada el 1 de septiembre, la imagen negativa del hombre del Corazón Grande es del 61 %, la más alta de su historia política. Increíblemente estamos viendo como la lluvia deshace los pies de este ídolo de barro. Los colombianos parecen dispuestos ya a pasar página, a poner a prueba nuestra capacidad de resiliencia. El escándalo de manipulación de testigos es solo la puerta de entrada a acusaciones más terribles que recaen sobre él como es, por ejemplo, la creación desde la hacienda Guacharacas, propiedad de su familia, del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia. Ningún presidente en nuestra historia ha tenido una acusación más grave, más siniestra.
El 8 de octubre Uribe tuvo su derrota más dura, no por quedar vinculado formalmente al proceso sino por la indiferencia con las que sus huestes tomaron la indagatoria. El país lejos de incendiarse siguió su vida y hasta se encogió de hombros, como si dijera “si se tiene que ir preso pues que la justicia actúe”. Lo raquíticas que fueron las manifestaciones en ciudades como Cali, Barranquilla y hasta la misma Medellin convocadas el domingo 6 de octubre comprueban que este país se hartó de Uribe y se está desuribizando. Este es el momento en el que las páginas de la historia aplastan su legado.