Son muy variados los acontecimientos históricos en los cuales determinados actores sociales, religiosos o de otra índole arremeten contra obras de arte, estatuas y pinturas alegando puntos de vista pretendidamente justificatorias para sus acciones. Una de las siete maravillas del mundo antiguo fue la Biblioteca de Alejandría, creada por Alejandro El Magno en el año 331 antes de Cristo. “Tenía como finalidad compilar todas las obras del ingenio humano, de todas las épocas y todos los países, que debían ser incluidas en una suerte de colección inmortal para la posteridad”. Al obispo Cirilo de Alejandría, en el año 415 después de Cristo, se le señala de haber instigado la destrucción de dicho templo de la ciencia y de incitar que turbas enardecidas lapidaran a Hipatia, filósofa, astrónoma y matemática, última directora de la Biblioteca de Alejandría, por ir en contra de los principios de la Iglesia.
Son conocidas las denuncias de cómo, en el año 2001, el régimen talibán en Afganistán destruyó casi tres mil obras de arte del Museo Nacional por considerar que “representaban ídolos que van contra Alá, como única divinidad”. Y en 2015, el llamado Estado Islámico destruyó en Mosul, Irak, varias estatuas que representaban piezas asirias históricas, atropello denunciado por la Unesco, organización en defensa de la cultura y la educación del sistema de la ONU.
En el reciente paro nacional, que representó una verdadera explosión social después de treinta años de neoliberalismo y libre comercio—acontecimiento respaldado mayoritariamente por la opinión pública, según lo muestran las encuestas—, se presentó el derribamiento de estatuas de figuras que jugaron un papel en el devenir de nuestra historia nacional. Lo acertado y conveniente era haber adelantado un debate serio y profundo sobre el acontecer histórico de nuestras raíces como nación y el papel que jugaron determinados personajes como representantes, ya del imperio colonial, o de la lucha por la independencia de la corona española. En este sentido los hechos comentados no fomentan la unidad de la mayor parte de la sociedad colombiana y se prestan para impulsar posiciones intolerantes que, en vez de aclarar y arrojar luces sobre cómo le debe servir el pasado al presente, dejan una estela de dudas.
Sobre nuestra historia nacional ha existido un profundo debate, empezando por cuál fue el significado del descubrimiento, cuál el de la colonización del imperio español en buena parte del continente americano y cuál el de la llegada del imperio británico a Norteamérica, con resultados tan disímiles. Pues en el fondo el descubrimiento de América representó un gran avance para la humanidad, que venía buscando la ampliación de los mercados y, sirvió para debilitar lo más atrasado que había en Europa, cual era el régimen feudal, y para entronizar el modo de producción capitalista en su etapa ascensional y progresista, conocida como de libre competencia, que más tarde se transformaría en su contrario, la era de los monopolios, del predominio del capital financiero y las guerras imperialistas.
Es conocida entre algunos sectores la tesis profundamente esclarecedora del historiador, poeta, profesor y escritor Gustavo Quesada Vanegas, fallecido a principios de este año: “El 12 de octubre de 1492, no representó ni una leyenda rosa ni una leyenda negra”. Una, la leyenda rosa, según la cual los ibéricos fueron como unos salvadores de los indígenas precolombinos, tribus paganas a las que humanizaron con el aporte de la Iglesia Católica.
Del lado opuesto, dice Quesada, “los partidarios de la leyenda negra señalan el saqueo durante todo el siglo XVI de las riquezas producidas por los indígenas. El oro, la plata y las piedras preciosas fueron objeto de rapiña por los conquistadores, quienes no se detuvieron en saquear, exterminar, incendiar”.
Ambas leyendas, sigue Quesada, “son expresiones sentimentales y no científicas de la historia. La visión científica, la que ve la historia como un continuum contradictorio, en el que cada formación social da paso a otra más compleja nos muestra un panorama diferente (…). El descubrimiento de América fue el acontecimiento más altamente revolucionario de los siglos XV y XVI: incorporó un continente entero al naciente mercado mundial, sacándolo de un aislamiento de siglos, con lo que inauguró, de paso, la historia universal; el oro, la plata y las piedras preciosas que de América fluyeron hacia España y de allí a Holanda, Inglaterra y Francia, aceleraron el proceso de la acumulación originaria de capital y permitieron la acumulación de inmensas masas de dinero en estos países, que, posteriormente (siglos XVII y XVIII) se invirtieron en la industria, dando origen al sistema fabril y al capitalismo de cuerpo entero; dio nuevas bases geográficas y astronómicas a la revolución científica que venía madurando, la denominada revolución copernicana y al nacimiento igualmente durante los siglos XVII y XVIII de las ciencias naturales, con el impacto que produjo en Europa el conocimiento de la flora y la fauna americanas trasmitido por los cronistas de indias y los viajeros”.
“Finalmente: es inocuo tumbar las estatuas de Colón y Belalcázar o de cualquier conquistador. Toda esta estatuaria es de hecho parte de nuestro patrimonio cultural. Lo racional y revolucionario a medida que apoyamos la lucha de todas las comunidades que reivindican sus derechos y que son descendientes de los indígenas y los esclavos que padecieron la obra ‘civilizadora’ de España, en el contexto de la Revolución de Nueva Democracia, es levantar las estatuas de sus dirigentes y capitanes, así como en 1978 en la plaza de Ciénaga para conmemorar los 50 años de la Masacre de las Bananeras levantamos la estatua de un campesino bananero, obra del maestro Rodrigo Arenas Betancourt”*.