Nota: La fotografía corresponde al CENTIC de la UIS (Bucaramanga, Santander). Tomada de internet.
Milton Santos, el extraordinario geógrafo de Brasil, establecía una diferencia sencilla cuando se trataba de considerar el paisaje y el espacio, del primero indicaba que tenía que ver, esencialmente, más con la materialidad, con los objetos en tanto tecnologías y al segundo atribuía una idea un poco más compleja según la cual la materialidad era objeto de la atribución de sentidos que hacemos quienes empezamos a habitarlos, a establecer una relación estrecha, de pertenencia, incluso con las consideraciones más superfluas; se trata, pues, de la posibilidad de habitar el paisaje que se constituirá en espacio. Una maravillosa complicidad en la cual el mundo material deja de ser sencillamente un cuerpo sin vida, alejado de la afectividad o de nuestros deseos y pasiones para ser un referente por lo menos importante de nosotros mismos.
Esto último, podríamos decir, es lo que implicada hablar de territorialidad, un tejer la memoria, una voluntad de aportar sentidos que nos permitan identificarnos, convivir como comunidad en medio de las diferencias, de las narrativas e ideas que nos permiten explorar nuestras posibilidades de ser. Es un tema que harto han discutido las comunidades indígenas y campesinas en Colombia, uno que se ha venido empoderando gracias a la decisión siempre urgente y necesaria de no callar ante los mundos que han intentado vedarles. Es también una idea que lleva a pensar, por ejemplo, los alcances de proyectos de ciudad, si se orientan, digamos, las políticas públicas con la finalidad de garantizar condiciones para la vida digna de sus habitantes o si, por el contrario, se enfilan para ponerlas, estructurarlas, moldearlas, con fines ajenos a lo humano.
El debate es tan amplio y tan fundamental, tan necesario de ser pensado por lo constitutivo del tema para la realización de la felicidad humana, que podemos considerar estos procesos en instituciones tan alejadas de la sociedad como lo son las Universidades Públicas en Colombia. Instituciones cada vez más cerradas, bloqueadas, incapaces de establecer lazos fraternos que permitan orientarlas al servicio de las necesidades de la mayoría de las gentes. Así, las dinámicas de vida, de la territorialidad, son objeto casi que sistemático de una negación manifiesta en aquellas ocasiones en que estas instituciones se consagran a la eficiencia y rentabilidad a todo costo, paisajes destinados al tránsito de una cátedra a otra, a un sentido de pertenencia reducido a un llavero o a una camiseta que se oferta en las tiendas universitarias, a una información en la sección izquierda en Facebook. De los grandes debates, de la ineludible participación, vamos camino, hace rato constituido en autopista de prácticas y discursos, amplia, invulnerable, inevitable, a la tecnocracia y a un culto tecnólatra omnipresente en los cálculos y la cuantificación, en la matematización del rendimiento presupuestal anticipado por la desfinanciación. Zombies que deambulan por lo que ya no es ni espacio público mientras anónimas paredes vigilan el paso y estrechos pasillos los encauzan cual ganado. Espacios destinados al aprovechamiento que bajo la lógica de los sistemas de gestión se consideran productivos: a los parqueaderos, al pavimento, a los lugares para licitar. Y todo ello mientras, por ejemplo, los auditorios libres, equipados, al servicio permanente de la totalidad de la comunidad, son prácticamente inexistentes. Esta es la desterritorialización de la Universidad Pública en Colombia, burocratizada, respondiendo a políticas internacionales incuestionables que liquidan de tajo no solo las propuestas curriculares o de evaluación efectivas pensadas desde y para nosotros, sino que empujan a las dinámicas de la ausencia, de la anilina, incolora, ministerial, tan propia de los gestores que no dudan en dar un plumazo bajo el convencimiento del tan cacareado progreso o la última moda académica. Aquí, ahora, la desocupación del campus cuando no se atiende a los horarios de la formación estrictamente reglamentados, se está estructurando como una política nacional; todo saber, toda práctica y discurso alejados de la sapientísima racionalidad ilustrada, de la ciudad letrada, deben ser desplazados, silenciados. Un domingo, una Universidad Pública que esté abierta para las iniciativas autónomas de grupos culturales de la comunidad es cuando menos un chiste; la confianza, la bondad, se echaron por el piso y siempre habrán quienes encuentren razones para explicarlo, para decidirlo, pero son más bien pocas las ocasiones en que esos mismos se prestan para discutirlo y acordarlo sinceramente. Por fortuna, también los hay quienes están dispuestos a resistirlo y a preocuparse por esta desterritorialización de la vida, poco dispuesta a la racionalidad económica y más cercana al estallido furioso, creativo, propositivo, maduro para la paz, para los proyectos que tanto urgen a nuestra nación.