Veinticuatro pasos dio Mercedes Barcha después de que se abrieran las puertas de acero y cobre en el auditorio del Palacio Nacional de Bellas Artes con la urna que llevaba las cenizas inmortales del maestro Gabriel García Márquez. Caminó con la misma solemnidad que lo hizo su esposo el 12 de diciembre de 1982, cuando recibió con aplomo, tranquilidad y mirando al público, el honorífico Premio Nobel de Literatura. Aquel día, como la tarde de su réquiem, sonaba el Intermezzo número uno de Béla Bartók.
El Palacio Nacional de Bellas Artes de México, ubicado en el sector de las calles Eje Central Lázaro Cárdenas entre Madero y Tacuba es majestuoso y profundo. Místico y silencioso. Así estuvo durante aquellas seis horas ceremoniales, mientras cientos de ciudadanos de todo el mundo, pasaron por el frente del cuerpo hecho polvo de un hombre que convirtió las hojas caídas de los árboles en mariposas amarillas.
Este fue la despedida más triste del mundo. Había rosas amarillas por todos los lados. Once ramos de flores del mismo color estaban ubicados estratégicamente en el recinto. Seis de ellos en la escalera principal de mármol negro, cuatro ramos en la segunda escalinata y un ramo cuadrado en el centro de la sala. Curiosamente 11 flores bordeaban el atril donde estaban los restos del maestro. Cábala, superstición o el número 12 era el peregrino que asistía a su propio funeral.
A continuación, Mercedes Barcha, sus hijos Gonzalo y Rodrigo le hicieron guardia de honor junto a Rafael Tovar y de Teresa, director del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Conaculta. Lo mismo harían durante aquellos inolvidables 360 minutos una decena de personalidades de todo el mundo mientras sonaban los vallenatos de Alejandro Durán y Rafael Escalona, que eran intercalados con la música de Bach, Mozart y Chopin.
Pocas veces los periodistas habían estado en tanto silencio como el día de ayer en la despedida de Gabo. Cientos de comunicadores venidos de los cinco continentes del mundo tomaban nota y miraban en silencio el trascurrir de un hasta siempre con lágrimas en los ojos, mientras tomaban aire y se despedían de su maestro: el reportero de reporteros.
Pasaban las horas y los amigos del escritor y periodista fallecido, lo custodiaban en las cuatro esquinas. De Colombia llegó una comitiva nutrida. Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Nuevo Periodismo para Iberoamericana; Roberto Pombo, director de El Tiempo; el escritor colombiano William Ospina; el filósofo Guillermo Angulo; así como de Enrique Santos, excompañero periodístico de Gabo en tiempos de la Revista Alternativa, cuando circulaba en las calles de Colombia con una voz crítica sobre la realidad política del país y del cono sur.
Luego pasarían los ministros Rafael Pardo Rueda y Alfonso Gómez Méndez; la periodista María Elvira Samper y el actor italo-colombiano, Salvo Basile.
De pronto un asistente del público gritó: “¡te amamos Gabo!” y el recinto se colmó en aplausos. Rodrigo García, el hijo menor del Nobel, no pudo contenerse y en varias ocasiones debió secar sus sinceras lágrimas que empeñaban sus gafas.
Entre los asistentes mexicanos más importantes a la ceremonia estuvieron: Jacobo Zabludowsky; el historiador Héctor Aguilar Camín; la novelista Carmen Boullosa; la editora Débora Holtz; Víctor Manuel Mandiola; Silvia Lemus, viuda de Carlos Fuentes; el alcalde de Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera; y la colombo-mexicana Ana María Jaramillo, escritora y defensora de Derechos Humanos quien dio refugio a muchos escritores colombianos que se exiliaron como al propio Gabo y al escritor R.H. Moreno Durán.
El día de su muerte, una inquietante luna roja se desplazó por el cielo, una granizada tapó miles de casas en Ciudad de México y al día siguiente un fuerte temblor de 7.2 grados en escala ritcher sacudió la tierra. Solo faltó que no saliera el sol para haber sido más macondiano.
Todo fue una consecución de acontecimientos que no dejan de ser llamativos. García Márquez murió el 17 de abril, exactamente el mismo día (319 años antes) que Sor Juana Inés de la Cruz, aquella monja que fue tan importante en la construcción de la identidad de México y que Octavio Paz recogió en varios textos.
El Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, arribó a las ocho de la noche y en su discurso de cinco minutos, una sola frase resumió la importancia de García Márquez en la historia de nuestro país: “Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado".
A su vez el Presidente de México, Enrique Peña Nieto, recordó que: “Gabo era tan colombiano, como mexicano. Ya que acá había tenido el espacio y la oportunidad para desarrollarse como escritor, como cuando escribió su obra maestra: Cien años de soledad”.
Pero el joven Peña Nieto hizo erizar hasta los muebles del recinto cuando leyó el siguiente aparte de 12 cuentos peregrinos: “Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta”.
Cuando el primer mandatario de los mexicanos terminó de leer el texto, Rodrigo García Barcha bajó su cabeza y su cuerpo se movía hacia delante de manera involuntaria, como por una especie de llanto contenido y de recuerdos entramados. Mientras tanto, la viuda trataba de hacer aire con un abanico color crema intentando de no ahogarse en los recuerdos de 56 años de matrimonio.
Al terminar la ceremonia tuve de cerca a Gonzalo García Barcha, como periodista me posé frente a él y le pregunté:
– ¿a dónde irán las cenizas de su padre?
De manera amable y cordial respondió:
–Eso lo decide la Gaba. Es ella quien tiene la última palabra.
A las afueras, cientos de mariposas color amarillo fueron echadas a volar por los cielos de la capital mexicana. Pero adentro, Mercedes se había quedado sola. La viuda contemplaba el cofre donde reposaban los restos el hombre que la amó toda su vida y le escribió con fidelidad e intensidad guajira, entonces no pude recordar sino otra frase del escritor que había partido: “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”.