Los trabajos del economista francés Piketty han vuelto a poner sobre la mesa el tema de la desigualdad económica. Para los colombianos, ella siempre ha estado aquí. No existen cifras, pero estoy seguro de que la colonia de los encomenderos, indios y esclavos tenía un índice de concentración de la riqueza material no inferior al actual, uno de los más altos del mundo. Lo que ha cambiado es la percepción de equidad por parte de la población. Y este punto es clave, a mi parecer. Hace 200 años, la separación de la sociedad en clases y razas era aceptada como normal por los que la sufrían. La movilidad social no era un derecho sino la recompensa al mérito individual. Con la expansión de la educación que la urbanización facilitó, el concepto de equidad se ha convertido en la exigencia de igualdad de oportunidades.
Esas masas pobres han conseguido, con el poder de sus votos, obtener una educación primaria y secundaria universal y gratuita, un seguro de salud que protege a más del 90 % de la población, servicios públicos y vivienda subsidiados, apoyos económicos para las familias más necesitadas, etc. A partir de la Constitución de 1991 se ha montado en Colombia un esquema de bienestar que ha mejorado enormemente las oportunidades de movilidad social de la población. A los colombianos más pobres no les preocupa qué proporción del ingreso nacional se lleva el 1 % más rico de la población, sino cómo afecta esa desigualdad sus posibilidades de que ellos y sus hijos puedan ingresar a una clase media educada y productiva.
Hasta hace poco, ese estado benefactor fue financiado principalmente con las rentas mineras del país, aprovechando los altos precios del petróleo y el carbón que rigieron hasta el 2014. Sin embargo, a medida que esos precios se reducían a la mitad, entramos en déficit. La reciente elevación del IVA es una tentativa de darle al Estado recursos adicionales para cubrir ese déficit. Pero claramente no fue suficiente. Hay enormes huecos por cubrir, en salud, en pensiones, en educación superior, en servicios públicos, que amenazan con forzar recortes sustanciales en beneficios que los colombianos consideran derechos adquiridos, lo que generaría una movilización política violenta e impredecible en capas sociales que han estado tranquilas mientras veían ensancharse sus oportunidades. Se me dirá que si logramos controlar la corrupción y el despilfarro del gasto público, no se necesitarán recursos adicionales. Y este esfuerzo estamos. Pero la realidad es que por grandes que sean los ahorros que allí se consigan, los déficit a cubrir son mucho mayores. Hay que encontrar fuentes adicionales de financiación para nuestro Estado de bienestar.
Y aquí entramos en el mismo debate que hoy se agita en los países del primer mundo, objeto principal de los estudios de Piketty y sus seguidores. La pregunta crucial es ¿hasta dónde la vitalidad creadora del capitalismo, que le permitió ganar la Guerra Fría, depende de un esquema de incentivos económicos que necesariamente crea desigualdades entre la población? Los socialistas negaron esa necesidad, y se quedaron atrás. Pero la estabilidad política del sistema capitalista exige que la mayor parte de la población crea en un futuro mejor para sus hijos. Por tanto, tenemos que encontrar esos recursos para cubrir los déficit que tienen en peligro el esquema colombiano de bienestar social. Y salvo una nueva bonanza petrolera, hay que obtenerlos de los más ricos, sin destruir el espíritu de empresa y la voluntad de tomar riesgos.
Este es el desafío y la oportunidad para la sociedad colombiana de encontrar consensos que creen un compromiso de solidaridad entre clases. Está claro que las empresas consideran que las cargas tributarias sobre ellas son demasiado altas, pero muchas se benefician de exenciones y deducciones que vuelven estas cargas puramente nominales, y las rentas personales más altas también resisten mayores tarifas. Sin un gran acuerdo nacional es muy difícil pasar este tipo de reforma tributaria por el Congreso, como quedó demostrado recientemente una vez más. El tema, entonces, se reduce a que mantener una democracia capitalista en Colombia va a exigir un sacrificio económico de los más pudientes, acordado voluntariamente en un marco de solidaridad social. ¿Será posible?