En honor a la verdad, la desgracia que viven los contratistas no ha sido un problema que se presente solamente en este gobierno.
No hay una condición más precaria que la de un trabajador por prestación de servicios (OPS): llegar a diciembre (si es que el contrato llega hasta diciembre) sin saber si el contrato será renovado; trabajar enero gratis mientras "deciden" si renuevan el contrato o no (igual pagando salud y pensión en ese mes); tener que pagarse a sí mismo su salud, pensión y con retenciones a veces exageradas; no tener derecho a vacaciones (hay que suspender el contrato en esas fechas); no tener derecho a una liquidación, ni primas, ni cesantías, ni nada (así haya trabajado en la entidad 20 años).
Lo peor es que el contratista se convierte en la moneda de cambio de las presiones políticas a los gobiernos: con el discurso de que cada administración llega con su equipo, los contratistas son los que primero salen para dejar "los puestos" disponibles para los recomendados políticos; no importa si usted es bueno o malo: lo único que interesa es por quién es recomendado. Se llama precarización, pero la disfrazan de representación.
El principal afectado por esta desgracia es, por supuesto, un inmenso porcentaje de quienes trabajan en entidades públicas que son contratistas -al menos en la rama ejecutiva-. Sin embargo, hay un mal mayor: al haber tanta rotación de personal, el aprendizaje institucional se retrasa, los procesos se entorpecen y el afectado al final del día es el ciudadano común y corriente.
Se supone que Colombia ha hecho un esfuerzo por profesionalizar la función pública desde hace décadas. Un ejemplo claro es la Ley 909 de 2004 que buscó promover el mérito en la carrera administrativa. Pero como suele pasar en Colombia –un país que pareciera tener más normas que ciudadanos- las leyes no son más que un saludo a la bandera; porque esa ha sido parte de nuestra tragedia republicana: creer que expidiendo más leyes o creando más ministerios se solucionan los problemas.
Hoy, 18 años después de expedida esa ley, la situación es peor: tan solo entre 2014 y 2020 la cantidad de contratos de prestación de servicios aumentó un 144 %, teniendo 420.000 nuevos contratos por prestación de servicios.
Todos los años algún congresista dice que es hora de profesionalizar la función pública y luchar contra la precarización laboral de los contratistas. Cada año una nueva promesa, cada año una nueva decepción. Porque, al fin y al cabo, a quien menos le interesa que esto cambie es a los políticos: parte del “premio” de llegar al poder, es tener la posibilidad de ubicar sus fichas en lugares claves de distintas entidades.
Ni la izquierda ni la derecha son ajenos a esta situación. Desde los gobiernos más conservadores hasta los más progresistas han disfrutado de la posibilidad de poner y quitar contratistas a su antojo. Y hay que recalcar la anotación con la cual comenzó este texto en el sentido de que esta situación no comenzó con el gobierno de Gustavo Petro, así se esté hablando del tema por cuenta de despidos masivos (así los llamen “no renovación del contrato”).
Sin embargo, lo que sí llama la atención es que la lucha contra la precarización laboral y la crítica a la repartición de burocracia de acuerdo al a representación política fueron banderas de campaña del actual mandatario.
Pero está claro que una cosa es ser candidato y otra ser mandatario: en campaña puede criticarse el abuso de la figura del contratista, pero como mandatario tiene muchos partidos y muchos políticos que “mantener contentos”; como candidato podía criticar que se nombraran familiares y amigos de políticos en cargos diplomáticos, pero como mandatario tiene muchos familiares y amigos de políticos que ubicar para promover su agenda.
Todo, por supuesto, con la barata excusa de que “eso mismo se hacía en gobiernos anteriores”. La pregunta es ¿si llegaron a hacer lo mismo, para que se hicieron elegir con la bandera del cambio?