Fue discípulo de Horowitz. El mejor discípulo que tuvo Horowitz. A los 10 años ya interpretaba las fugas de Bach en su clavicordio. Niño genio. Niño rico y genio. Maniático, perfeccionista. Estaba apegado a su silla, la que ponía al frente para tocar el piano, una silla que talló su propio padre y que llevó durante 21 años hasta que quedó completamente destartalada. Glenn, a diferencia del resto de pianistas, no sufría de dolores de espalda y esto se lo atribuía a las ventajas que le traía silla de su papá.
A Glenn lo único que le importaba era su Steinway. Era el piano todos los días. Delirante. En cualquiera de sus grabaciones podemos escuchar su murmullo, como canturrea cada nota. Encorvado, con la nariz pegada a las teclas, usando guantes en cualquier época del año y un día, decidió dejar de tocar para el público. No hay nada más ridículo que consentir al público, sobre todo cuando no saben, sobre todo cuando no entienden, sobre todo cuando no sienten.
En su casa en Toronto se refugió. Bach siempre. Las variaciones Goldberg las grabó dos veces. La primera vez fue en 1955, cuando grabó para Columbia su primera vez la obra más conocida y acaso más hermosa escrita jamás para piano. Tenía el vigor de sus 20 años. Tres décadas después volvió a grabarla ya con un estilo mesurado, el que da el cansancio de los años y que presentamos acá:
Glenn Gould, según la novela de Thomas Bernhard, El malogrado, llevó al suicidio a varios de sus compañeros de conservatorio en Viena ya que, después de verlo tocar, era imposible que alguien alcanzara esas cotas de talento. Su popularidad, cuarenta años después de su muerte, está más viva que nunca. Uno de esos músicos que se tienen que contemplar como quien mira a un santo.