La denominada Justicia Especial para la Paz (JEP) está ampliamente desprestigiada frente a la opinión pública y las víctimas, provocada —hay que decirlo— por el manejo y el comportamiento presuntamente injusto y negligente o inapropiado en la misión y las funciones específicas de dicho órgano. La desconfianza de los ciudadanos es demasiado grande como para no ser tomada en serio. Considerando también los limitados recursos y la difícil posición fiscal de Colombia. Se reprocha a la JEP el poco control que ha mantenido —con tanta indulgencia e impunidad a la hora de administrar sanciones, sin tener que rendir cuentas a nadie— de un sistema tan costoso y derrochador del gasto público como ineficaz y burocrático, lastrado por una enorme cantidad de misiones, mandatos y exigencias de personal que sigue creciendo, en especial el hecho de que se haya ignorado y desatendido el voto negativo del pueblo colombiano que fue claro —una oposición concreta a las reformas constitucionales—, y se pronunció con pleno conocimiento de causa y, en particular, excediendo las competencias y atribuciones que le había sido otorgado. El voto negativo parece haber generado entre los ciudadanos y los políticos un aumento de la ya gran desconfianza con respecto a la JEP. Atendiendo a esta premisa, la JEP no se halla en condiciones de administrar con las garantías necesarias una justicia imparcial y de enjuiciar a los autores de delitos conforme al derecho internacional de los derechos humanos, comprendida la obligación de asistencia y la reparación a las víctimas del conflicto y sus familiares. Actualmente esta desconfianza se ha introducido por efecto del menosprecio continuado en una clara desafección.
En la actualidad, existe una duda generalizada, una falta de confianza pública respecto de la JEP a la hora de cumplir con sus obligaciones pactadas presentes y futuras. Igual que hay una falta de confianza de las víctimas respecto a la posibilidad de que los juzgadores se apeguen a la ley y a los estándares internacionales en todo lo relacionado al problema de investigación, acusación y enjuiciamiento de los miles de violaciones a sus derechos humanos, y considerables elementos de incertidumbre respecto de la falta de rendición de cuentas y transparencia por lo que se refiere a su régimen jurídico y composición combinado con una deficiencia de la coordinación y comunicación y la manera en que se ha excedido en cuanto a sus atribuciones o en el ejercicio de sus competencias. Las sesiones a puerta cerrada la vista y las trabas para resolver y permitir la extradición más reciente han contribuido también a la sensación de impunidad generalizada y exacerba más la desconfianza. Esta situación genera entre la población y las víctimas una sensación de completa impunidad y debilita la credibilidad en la JEP.
Varios autores coinciden en que la JEP se ha convertido en un sistema judicial en exceso altamente burocratizado y obsoleto que debe llegar a su fin, con un enfoque excesivamente jerárquicas y próximas al poder político; corrupto y disfuncional, y a veces no cumple las obligaciones internacionales de derechos humanos. Son muchos los ciudadanos que consideran que la JEP constituye una burla a los intereses de la justicia y una afrenta inaceptable a la democracia y confiabilidad de los tribunales, pero también una afrenta a los valores morales universales que defendemos. Además, hay quienes consideran que constituye un insulto al derecho internacional y al pueblo colombiano, la igualdad y la justicia, por consiguiente, totalmente inaceptables y no deben tolerarse. Muchos autores consideran también que es una afrenta a la dignidad humana y a las más elementales normas de moralidad y decencia, a la conciencia pública y jurídica, al derecho internacional humanitario, a la voluntad colectiva de la comunidad internacional, a la memoria de las víctimas que reclaman del Estado que los proteja, así como al dolor de los familiares de estas víctimas. Inclusive, que la sociedad civil no está íntimamente vinculada a sus órganos de adopción de decisiones. Quizás no solo los escépticos o incrédulos hacen tal declaración, sino aún algunos dicen que nos encontramos ante un órgano que es una afrenta a todas las fuerzas constructivas que trabajan a favor de los derechos humanos y un obstáculo para el proceso de paz o las perspectivas de paz.
Cabe señalar que, desde su creación, la JEP ha adolecido de vicios y carencias recurrentes, se ha vuelto muy compleja y confusa, lenta y costosa y sin respetar los procedimientos reglamentarios o la ley y, en algunos casos, han amenazado la estabilidad y la gobernabilidad democrática, lo que genera inquietud ante la sensación de impunidad de los responsables de graves violaciones de los derechos humanos. El sistema formal de justicia JEP se caracteriza por una falta de confianza pública basada en la sensación de impunidad y la débil acción de la ley, incluida la falta de transparencia en las modalidades utilizadas para determinar las sanciones y la mala comunicación. Consideramos que, en última instancia, la falta de confianza y posibles casos de faltas de conducta e irregularidades o de fraude constituye la esencia del problema. De continuar con esta vía, la JEP será una burla a la justicia y los derechos humanos, y una afrenta a las víctimas del terrorismo y a aquellos que luchan por un mundo de paz y justicia, en el que predomine el disfrute de todos los derechos humanos para todos. El derecho de las víctimas a una investigación exacta, imparcial, efectiva, y rápida, surtirá efecto mediante un reconocimiento cada vez mayor del papel de la víctima en el procedimiento penal.
Para que ese órgano tenga éxito, debe ser eficiente, flexible y debe estar orientado a la acción práctica, y debe ser capaz de convertir los propósitos para los fue creado en acción sobre el terreno. La JEP es una institución judicial que debe mantener los mayores niveles de independencia e imparcialidad posibles para que dicho proceso goce de la confianza pública y pueda desempeñar eficazmente su magistratura de influencia constructiva y de apoyo al establecimiento de la justicia de transición y de acuerdo con el principio de legalidad. Los estándares internacionales de derechos humanos exigen que se acaten varios principios, que incluyen la independencia, competencia e imparcialidad de los tribunales y el acceso del público a la justicia. Estos principios constituyen un derecho absoluto que no puede ser objeto de excepción alguna, lo cual, a su vez, es uno de los fundamentos de las sociedades democráticas. Con todo, reconocemos que por muy amplios que sean esos esfuerzos, siempre hay posibilidades de que se produzca un fracaso catastrófico. Evidentemente, no basta con haber negociado estos acuerdos, pues es seguro que ningún juicio o sentencia quebrantara el espíritu de proseguir la lucha contra la impunidad y hacer justicia a las víctimas de graves delitos internacionales y a la responsabilidad de los autores, y concederles una reparación adecuada.
Hoy todos sabemos muy bien que sin justicia no podrá haber una paz duradera y sostenible. El presidente se enfrenta hoy a un dilema moral, ético y jurídico —no con un acto de equilibrio político en el camino de la reconciliación en la construcción de la paz— entre la búsqueda de la justicia y el perdón, el fin de la impunidad frente a los más graves delitos internacionales y la justicia, y en particular de la seguridad. Muchas gracias por su atención.