Para 1960 la promesa de la educación era todo un faro a seguir. El mundo se estaba empezando a recuperar de los desastres materiales que dejó la Segunda Guerra Mundial y la humanidad, después de quince años de desolación y depresión, empezaba a permitirse creer una vez más en el hombre.
Quienes no tuvieron que ver con este hecho, pero igual recibieron el coletazo de la devastación, pensaron que si se estudia se puede hacer de la humanidad un espacio de convivencia en el que las palabras y no las armas serían las encargadas de mitigar cualquier fisura en el equilibrio necesario para la convivencia de cualquier tipo de sociedad.
Pasaron las décadas y una parte de la población humana pudo estudiar. Se formaron en carreras técnicas, reflexivas, creativas o de intervención, con el objetivo de entregarle al hombre, a través de la producción intelectual, las herramientas para mejorar su calidad de vida.
A partir de 1990 el desarrollo de la tecnología y de la comunicación tomó un rumbo vertiginoso, en el que se desdibujaron los pilares de lo planteado al principio del siglo 20 y se empezó a borrar toda la puesta en marcha de las reflexiones filosóficas del siglo 19 y sus precedentes.
Hoy, quien no estudie y quien no tenga una alfabetización en algo, más que poder sostenerse en labores de oficios varios, es un sujeto que se expone a estar por fuera del mercado productivo.
Sin embargo, quien estudia, y si lo hace siguiendo la línea de tiempo que impone el sistema —básica, secundaria, pregrado, cuando no técnica, o los respectivos posgrados (especialización, maestría, doctorado, y por qué no, posdoctorado)—, se puede exponer a una desilusión si su imaginario está preñado de los sueños, deseos o esperanzas con las que sus padres concibieron, para la década del 60, la educación como oportunidad para que la humanidad no tuviera que realizar trabajos forzados, excederse en las horas “reglamentarias” de producción y, sobre todo, obtener una remuneración económica justa por su trabajo.
Tal y como se vislumbra el panorama del siglo 21, el faro de la educación como promesa para la humanidad se está apagando. A lo sumo, la educación se ha tornado en otro mecanismo más de poder y control, en el que un sujeto hará parte de la obra que los socios de las multinacionales dirigirán.
De este modo sutil, asistimos a la desaparición de la clase media para presenciar la unificación de todos los obreros, cualificados o no, en una sola producción al servicio del capital.