La derrota del “amor”
Opinión

La derrota del “amor”

No existe un mayor malestar del mundo que el imbatible “querer querer” de las personas

Por:
diciembre 31, 2016
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Theodore luce vencido. Acostado se resiste a perder la esperanza. Samantha le responde que ya no está ahí, que ahora habita esos infinitos que separan  las palabras que atravesaron su historia común. Las siente, le pesan. Ya no es. Ya es otra. Polvo ondulante. Theodore insiste, persiste en salir a encontrarla. Samantha le da frágiles esperanzas. Theodore entre declaraciones de amor que suenan vacías, forzadas, lo acepta. Al levantarse, alza su frente, fija su mirada en actitud de entrega, como si la extrañara, como si por primera vez la oyera y la viera. Cae la ceniza como nieve. Se despide. Concibe lo irreversible de su amor. Crece. Spike Jonze tituló esta historia de manera magistral: Ella.

El lúcido maestro de guion Robert McKee, concluye que el sino de la cultura norteamericana se fijó después de la Segunda Guerra Mundial en el ideal de victoria, de triunfo, de llegar y ser primero. Por supuesto esta idea de victoria se adaptó y cultivó en la versión más hegemónica de su identidad como nación hacia el mundo: las historias de amor en el cine. Los amantes incompletos que con creíble sutilidad coinciden para luego dejar de coincidir, entre obstáculos e iluminaciones  a su paso, van descubriendo la fatalidad de estar juntos, se reencuentran en escenas predecibles y se hacen uno, inseparables. Final feliz, innegable victoria, besos como medallas. Música dichosa. Créditos. Millones en taquilla. Pero así no es. Así no funciona.

Y por creer que así funciona, sufrimos. No existe un mayor malestar del mundo que el imbatible “querer querer” de las personas. Su necesidad de encontrarse y hallarse en otro. De buscar la plenitud afuera y de inmediato. Nos abandonamos a la tristeza ante la inevitable realidad de la separación, de la ausencia, de la partida. Desperdiciamos largos períodos de vida reconstruyendo escenarios que no fueron y obligamos al tiempo a hacer el trabajo sucio del olvido. Sin aceptar nuestra responsabilidad, caemos una y otra vez, siguiendo el único e insalvable destino que marca nuestra naturaleza y nuestra especie: volver a cometer el mismo error.

 

Juzgamos al solitario porque pensamos y asumimos la vida entre dos,
como una obligación, un mandamiento

Hoy la soledad es vista con desconfianza, como un síntoma de algo deteriorado, un mecanismo interno que se estropeó. Amparados en una versión de la selección natural de Darwin que nos obliga a ser escogidos y a escoger, juzgamos al solitario porque pensamos y asumimos la vida entre dos, como una obligación, un mandamiento. Somos solo en la medida y en la extensión de nuestra capacidad de poder estar con alguien. No faltan los murmullos y las preguntas en las reuniones familiares y de exalumnos. ¿Estás bien? Quiero que conozcas a alguien. Repiten y se repiten. Y sí, la gente está bien, a pesar y con ocasión de estar solo, se está bien. Se va bien.

A pesar de la poca taquilla de la soledad, es un escenario propicio para  ajustarse, para desafiar a los espejos que encontramos en los baños y en los otros. En soledad hallamos las voces que se acallan ante la presencia de otros, nuestra verdad. Aprendemos a querer los silencios y las lentas mañanas que solo empiezan cuándo y cómo lo decidimos. Nos aferramos a nosotros mismos, pero sobre todo, nos aceptamos y, con grietas y temblores, definimos, en la soledad bien llevada, no en el frustrante estado de ausencia de otro, lo que somos y lo que estamos dispuestos a entregar sin abandonarnos. Sellamos los secretos que nunca debimos compartir. Crecemos y aunque suene extraño e improbable, asumimos al otro como una opción deliberada, como una alternativa, una feliz decisión, no como una necesidad, como una obligación, como un deber. Solo así aprendemos a saber querer. Derrotamos al amor ajeno conociendo al amor en nosotros mismos. Vencemos. Adiós.

@CamiloFidel

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