Desde su torre de marfil a William Ospina poco o nada le importa lo que puedan decir de él en esa picota pública que es Twitter. William Ospina está bien con sus fantasmas, con sus versos. A veces le da por provocar. Por eso tiene una columna en El Espectador que aprovecha para sus escarceos y por eso, a veces, como cuando García Márquez, con quien mantenía comunicación permanente, decidió hacer un video respaldando a Andrés Pastrana en las elecciones de 1998 por su propuesta de negociación de paz con las Farc, a William Ospina le dio por tener una posición política clara y contundente y apoyarlo también.
Y precisamente desde su columna de El Espectador se la jugó, por el ingeniero Rodolfo Hernández como candidato a la Presidencia. Escribió un texto sin titubeos defendiéndolo abiertamente LINK COLUMNA, con el que despertó reacciones airadas de la intelectualidad, casi toda con Gustavo Petro. A William no le importó. Dio entrevistas y participó en debates e incluso consideró la propuesta de ser su ministro de cultura. Afortunadamente perdió y se salvó la pluma.
Regresó a lo que mejor sabe hacer: escribir. Recuperó el tiempo y retomó un viejo proyecto que habia rumiado durante años: la vida de Alexander Von Humboldt. El resultado un años después de la frustrada aventura política: su novela Pondré mi oído en una piedra hasta que habla, que acaba de publicar Penguim Random House
Es fácil entender las razones por las que William Ospina se fascinó con este botánico alemán. Sus paseos de infancia tenían un lugar en común, el río. Para Ospina, nacido en Padua, un lugar del Tolima ubicado a 40 minutos de Honda, el rio era su autopista natural. En balsas iba a visitar a sus amigos. En balsas tuvo que ver cómo llegaron los hombres armados que sacaron a su familia de su finca y los pusieron a andar como si de gitanos se trataran. Entonces, en 1958, el niño William Ospina, después de haber pasado unas breve estadía en Manizales, se trasladó con su familia a el Libano, Tolima, donde su papá montó una farmacia. La paz mal hecha con las guerrillas liberales, envalentonadas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitan.
El niño William Ospina escuchaba de viva voz los escabrosos relatos de masacres, desapariciones y torturas como el corte de franela que hicieron macabremente célebres los guerrilleros del Tolima en los años cincuenta. En el Libano se disputaban el pueblo los dos forajidos más salvajes, Desquite y Sangrenegra se llamaban. Una vez, en una de las tardes de niebla, estaba tomándose una gaseosa en la entrada de la farmacia cuando vio llegar a Sangrenegra, como si fuera el propio villano de un western. Aún ve en sus noches de insomnio el bamboleo de la cola de su caballo.
Allí, muy joven, descubrió la puerta que lo llevaba a conectarse desde la literatura con la naturaleza, en ese ilustrado y largo poema Elegia de varones ilustres de Juan de Castellanos. Ese descubrimiento de como los primeros españoles se dejaron llevar por el embrujo de estas tierras, del rio caudaloso como una avalancha, de los árboles altos y llenos de animales como monstruos fijados en la tierra, fue lo que lo llevó a hacer su trilogía sobre la conquista, compuesta por Ursúa, El Pais de la canela y La serpiente sin ojos
De tantas vueltas su familia fue a parar a Fresno. Y en su escuela en Fresno fue cuando se arriesgó, con todo el miedo del mundo, a escribir poemas en su cuaderno de la escuela pasaba para Armero donde tuvo a su primer maestro, Ruberto Betrán, quien vivía en la calle principal del pueblo. Era amigo de su familia y les enseñó de la literatura a William y a sus hermanos. En 1983, cuando William tenía 28 años, regresó a Armero a preguntar por el viejo maestro pero él ya había partido a otras dimensiones. Quedó pendiente de llevarse sus libros, sus discos, todo su tesoro intelectual que lo había formado. Pero todo quedó sepultado en el lodo en el que se convirtió el rio Lagunillas y que terminó sepultando a Armero.
William Ospina empezó siendo poeta, luego ensayista y después novelista. Su relación con Gabo lo convenció a contar historias más largas. Fue un gran maestro. A comienzos de los años noventa viajó por primera vez a Cuba donde García Márquez tenía una casa. La idea era irse a comer una cena preparada por Mercedes y luego ir a Dos Gardenias, el espectacular lugar de bolero de la Habana. Se tomaban un vino con Gabo cuando sonó el teléfono. El Nobel contestó, balbuceó algo y le dijo a William:
-Se nos dañó el plan, tenemos visita
Media hora después apareció en la casa Fidel Castro. Ospina quedó obnubilado con esa presencia monumental. Mercedes, sin amilanarse, desde la cocina, le gritó:
-Comandante, se queda a comer
A lo que Fidel respondió:
-Nada de eso, a mi me invitaron fue a tomar Whisky
Y mientras se bajaban una de Buchanans cantaron boleros y viendo una noche de juerga de dos de los amigos más famosos del mundo. Caló tan bien en esa reunión Ospina que el propio comandante lo invitó en 1996 a su cumpleaños número 70.
En un país donde no se lee, que William Ospina tenga esa preponderancia que rebasa la literatura y que incluso se convierta en un objeto del deseo entre los políticos nacionales, es una proeza. Y la repite con Humbolt.
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