Por todo lo sucedido hasta el momento en la democracia estadounidense, lo primero que debe quedar claro es que Donald Trump —un desquiciado que se le coló a la democracia más representativa del planeta— debe responder por sus actos contra aquella, y apartarlo definitivamente de la misma por incompetencia mental podría considerarse el menor de los castigos.
Una sanción que, por ende, no debería cubrirlo solo a él, sino a todos los que a la sombra de sus arbitrariedades permanecieron silenciosos a sabiendas de que sus desafíos al orden institucional estaban fundados en motivos que la humanidad ha cuestionado y superado a través de los tiempos, a través de una cultura que, por sus contenidos razonables, no admite regresiones absurdas en materias políticas, sociales y económicas. Pero que agazapados esperaron tranquilamente que lo descartado por inaudito pudiera revertirse para revivir apetitos estrafalarios, hasta que la torpeza del sociópata presidente no dejó lugar a dudas sobre lo disparatado de sus actuaciones.
Repitiendo lo ocurrido 70 y tantos años atrás con Adolfo Hitler, al que en su sicopatía siguieron millones de ingenuos alemanes resentidos, y muchos ciudadanos ricos de países democráticos que, sin renegar del orden político del que gozaban, comulgaban con algunas de sus sórdidas intenciones, hasta que tuvieron que recapacitar cuando este, en su locura plena, se transformó en el monstruo que los despertó del aletargamiento cómplice en que vivían.
Que finalmente terminó considerando el resultado pavoroso de muerte y destrucción de la segunda guerra mundial, con el triunfo de las fuerzas de la democracia occidental, no sin que antes otro tipo de gobierno como el socialista soviético encabezado por Rusia debilitara, al precio de millones de víctimas, las tropas del dictador, al extremo de que la debacle se apoderó de su manejo posterior y su derrota se hizo factible por parte de todos.
No obstante, las pavorosas consecuencias sobre buena parte de Europa y Japón, el peligro en que estuvo el mundo ante un Hitler imparable en buena parte de la confrontación, y la lección sobre sus descabellados propósitos no le quedó clara a la humanidad. Y poco a poco, a pesar del empeño —que más parecía autopropaganda de algunos vencedores—, de recordar esos tiempos tan aciagos y condenar sus causas, los controles de la democracia como tal —probable consecuencia de la desaparición de la Unión Soviética— se fueron debilitando lo suficiente como para que la aparición electoral de grupos y partidos de ultraderecha en diferentes países del primer mundo no se consideraran preocupantes.
Pero en esta ocasión que la barbarie ha amenazado el corazón de la democracia más afamada y que, pese a ello, se reivindica como tal, es el momento indicado para que esta exija de la derecha que dice someterse a sus reglas que sus reivindicaciones no pueden ser válidas si aspiran a destruir un desarrollo humano cuya validez está montada sobre la única realidad patente dentro de un universo que no estamos, por su complejidad inabarcable, en capacidad de comprender, pero que nos ha heredado —sin que tengamos explicación suficiente— el milagro innegable de la conciencia y con ella de la inteligencia.
Un discurrir excepcional caracterizado por una progresiva claridad que nos conduce a una realidad mental incontrovertible. Realidad mental a la que posteriormente llamamos verdad, cuando comprobamos por la experiencia vital, el ejercicio de la reflexión, y corroborada en buena parte por la neurociencia actual, que es representación apropiada de otra realidad, la exterior con la que interactuamos y de la que formamos parte.
Diafanidad que nos enseña que lo conocido o comprendido tiene una causa, y a esta la precede otra y otra que interactúan entre sí hasta el infinito, de manera que su comprensión se vuelve tan intrincada que supera las facultades inmediatas del conocimiento humano, pero no desvirtúa el escalonamiento o avance intrínseco en pos al menos del objetivo suficiente de garantizar nuestra existencia.
Sin que se pueda alegar la ausencia o desaparición de las emociones en dicho desarrollo, pues desde la percepción sensorial operan aquellas en conveniente interfaz con el entendimiento, regulando todo el tiempo el cometido específico de aquel, que es la supervivencia, debido a la incertidumbre existencial que nos genera un universo cuya esencia —sin importar el estadio de desarrollo en que nos encontremos— siempre nos será desconocida.
Tratar entonces de autenticar la mentira o posverdad, o recurrir a su repetición como forma de reemplazar aquel prodigio majestuoso del entendimiento constituye un imposible moral. E intentar con recursos aviesos destruir los avances culturales que ha alcanzado la raza humana con su ejercicio resulta una insensatez sin atenuantes.
La derecha se justificará políticamente si defiende principios y logros cuya desaparición pondría en peligro la dignidad y existencia de la especie y no por mimetizarse tras las locuras regresivas de la ultraderecha. Principios y logros que deberán aceptar el avance de la ciencia, pero también salir en defensa de la auténtica libertad del ser humano y el bienestar de la especie ante la alienante imposición de aquella, para citar solo un ejemplo trascendental.
La ultraderecha por tanto deberá estar inhabilitada para obrar dentro de la democracia, ya que esta conquista política es precisamente un logro mayor de la razón, y, aunque no es perfecta, como lo demuestran sus diferentes manifestaciones, sí es perfectible como toda obra humana, condición que depende, entonces, de que los diversos actores que se acogen a sus reglas, estén dispuestos a mejorarlas y no a destruirlas.
Dejar pasar esta ocasión para castigar efectivamente a quien, olvidando que las prometió cumplir, intentó desconocerlas con las más aleves artimañas contribuiría —como ya nos ha venido sucediendo— a alebrestar a sus enemigos soterrados para atentar de nuevo contra su vigencia, que, por esta vez, gracias a republicanos importantes que situaron el deber democrático por encima de intereses políticos mezquinos, se salvó de peligros conocidos solo en el salvajismo y la incultura propios de nuestro confuso origen.
Y que tendrían para Colombia y toda Latinoamérica —donde la democracia apenas es una suerte de remedo— consecuencias trágicas, pues la situación de pobreza e inviabilidad a que nos llevaron el subdesarrollo y la pandemia superan con creces la inoperancia natural de nuestras amodorradas dirigencias con peligro de que corrientes malvadas se aprovechen del caos por venir. Como si ya no tuviéramos bastante.
Pues aquellas intervenciones reaccionarias ya se han sucedido de facto y con todos los horrores en países nuestros o asiáticos subdesarrollados, inclusive de la mano de la elongada derecha gringa como sucediera en el Cono Sur, Afganistán o Irak, donde no han pasado de ser gestiones imperiales para —con el antifaz de la defensa de la democracia— imponer a sangre y fuego el capitalismo salvaje en lugares donde era necesario, pues el ejercicio del poder por el pueblo y la defensa de los derechos humanos han sido apenas un decir.