La incertidumbre y la desconfianza, que han sido el común denominador de esta campaña electoral, hoy hacen añicos con lo que queda de nuestra “democracia”, si es que así se puede llamar a este sistema político.
En un mundo tan cambiante, donde los conceptos se resignifican, resulta muy difícil poder establecer una acepción que sintetice satisfactoriamente lo que representa lo democracia, más allá del conjunto de reglas de procedimiento para la constitución de un gobierno y para la formación de las decisiones políticas, constituye todo un desafío, sobre todo, porque dicho término no puede circunscribirse a lo que se conoce tradicionalmente como “forma de gobierno de las mayorías”.
De esta manera, los ideales de igualdad, libertad y justicia, inherentes a cualquier régimen democrático, terminan siendo una entelequia del Estado moderno, una especie de modelo en el que la voluntad popular se somete con facilidad al vaivén de las emociones y los efectos de la propaganda.
La autonomía individual desaparece para dar paso a un cuerpo social, que, como afirma, Pierre Rosanvallon, navega entre las turbias aguas de la desconfianza, en oposición a la democracia de le legitimidad electoral.
Se añade a esto la “infodemia”, neologismo acuñado por David Rothkopf, que hace alusión a la enorme cantidad de noticias difundidas, principalmente a través de las redes sociales, donde se torna sumamente difícil, distinguir entre la verdad y la mentira.
La democratización de la opinión publica genera una falsa sensación de libertad que suele aprovechada por una estructura de poder sutil, que no da ordenes, sino que susurra, en palabras del filósofo sur-coreano Byung Chul Han, a través de los medios proporcionados por el dataismo y el capitalismo de la información.
Ahora bien, si aceptamos que la democracia no se reduce únicamente a la participación electoral, sino a lo que los chinos llaman Eficracia (idoneidad del sistema político democrático para resolver los problemas de la gente), estaríamos hablando de la posibilidad de consolidar un Estado social de derecho, tal como lo ordena nuestra Constitución en un marco regido por el pluralismo, la participación y el respeto por la dignidad humana.
Pero, desafortunadamente, las campañas políticas en Colombia se han construido alrededor del desencantamiento democrático.
Parece ser más fácil esforzarse en desacreditar al rival que promover el consenso y el disenso. Los debates argumentados y las contiendas programáticas son desplazados por querellas y disputas sin sentido.
La duda, la rabia y el miedo, son el caldo de cultivo de una polarización que nos impide sentarnos a dialogar en lo que debería ser más importante que una disputa por el poder: los problemas estructurales que han venido aquejando a nuestra nación desde tiempos inmemoriales.