Dado el carácter vinculante que tienen las normas legales de todo país, su aprobación debiera regirse por la más amplia democracia, pero eso no ocurre en Colombia. Lo que puede observarse en las sesiones de nuestro Congreso es que allí se birlan todos los estándares que son de esperar de una discusión democrática.
Priman en él los lugares comunes en vez de los argumentos; las descortesías y, a veces, las zambras, antes que el respeto; el ausentismo, en lugar de la participación responsable; la actitud obsecuente ante un líder o bancada, y no el examen riguroso de los temas, aunque en esta actitud hay una ilegítima justificación en la Ley de bancadas, que así lo autoriza.
Todas esas irregularidades, y muchas otras, hacen que el resultado legislativo diste kilómetros de lo que la ciudadanía espera, aunque dependiendo del tipo de ciudadano que esté a la espera de esa legislación: Cuando de las grandes mayorías se trate, las decisiones quedarán a medio pelo; pero si lo que se busca es reforzar el statu quo, estos legisladores se fajarán a fondo y hasta un moñito le pondrán a lo legislado, pues con ello refuerzan las prebendas que podrán recibir de quienes se beneficiarán con la nueva normatividad.
Y no estamos hablando del pasado, porque el actual Congreso no es nada mejor. En él trabajan al alimón los congresistas de la oposición y no pocos de los independientes en el propósito de hacer que las iniciativas del Gobierno salgan lo más mutiladas que se pueda. Así ocurrió con la reforma tributaria, está ocurriendo con la reforma a la salud, ocurrirá con las reformas laboral y pensional y con todas las que tengan el sello del Gobierno del Cambio.
Hay quienes creen equivocadamente que para recomponer semejante desbarajuste hay que reformar el Congreso. Si tal camino se emprendiera, el resultado sería peor que la enfermedad, pues solo podría llegarse a donde lo permitan las mismas mayorías que hoy protagonizan tan cuestionable estado de cosas.
No, lo que requerimos es una nueva democracia. Una democracia capaz de implementar lo que está intentando Petro, pero sin conformarse con ello. Una democracia comprometida con transformaciones no limitadas a postulados socialdemócratas y sí con las más radicales respuestas a los problemas de la población.
Una democracia que esté en manos de las auténticas mayorías, esas que solo pueden integrarse con los mismos obreros y campesinos de siempre; los mismos indígenas, negros, mestizos y mulatos de siempre; pero esta vez imbuidos de una verdadera conciencia acerca de lo que significan en la sociedad y de lo mucho que pueden hacer por ella, si se proponen hacerlo.