Desde que fue sustituido, históricamente, el dios trascendente y metafísico, de todas las formas de gobierno medievales, por un ser más cercano y, desde luego, poderoso, el tiempo de la racionalidad ético política, catalizador del Estado moderno, debió utilizar la fuerza necesaria para que la humanidad siguiera existiendo.
Nace el Leviatán, el dios mortal, a quien debemos rendirle acatamiento sumo porque es, en teoría, el defensor de la tranquilidad, paz y bienestar.
Sin embargo, Hobbes demostró que la sustitución del dios trascendente por uno más cercano, no era nada más ni nada menos que un equivalente a un dragón sujetado por el derecho despótico, que necesitaba ser sometido.
El nuevo proyecto colectivo requería justificación, un cemento cohesionador que uniera los compartimientos, piezas y las divisiones, fruto de los intereses creados, dando, así, paso al derecho, que ya había existido, como derecho divino, en manos de los reyes, que se trasladaba al Estado.
Su translación la hace con glorificaciones, transferencia que recibe del pueblo, que todavía tenía en sus manos las cabezas de los déspotas, y, le otorga a los gobernantes, mediante la sutileza del voto universal, el poder para que oriente sus vidas y continúe haciendo la guerra, cuando fuere necesario.
El pueblo estaba agradecido con sus mandatarios, la vida jurídica y política alcanzó un elevado precio, en virtud de las nuevas relaciones contractuales, regladas por el consentimiento. El poder antropocéntrico había dado un salto cualitativo singular.
No faltaron severas críticas al contrato social y, sus detractores, adujeron que se había caminado demasiado lejos.
Con el tiempo se adujo que la protección al individuo no era la ideal, que era necesario emanciparlo, vale decir indultarlo, para que pudiera “Dejar hacer, dejar pasar”. Llegó el Siglo de las Luces, que iluminó al individuo y desató los lazos que lo tenían atado a la tradición. La burguesía asumió posturas críticas y revolucionarias contra el derecho divino.
A partir de esa nueva utopía, motivada por el capitalismo naciente, “cuando las ovejas devoraron a los hombres”, el Estado no pudo sobrellevar el fardo de su propio peso, no pudo cumplir con los compromisos, como ahora, cuando el hambre, la incertidumbre, la inseguridad, acaban con la aureolada pretensión del Estado social de derecho.
El Estado, que ya contaba con instituciones legislativas, órganos ejecutivos, sistema judiciales y fuerzas armadas, palideció, cuando se dio cuenta que se le acababa el futuro y no podía garantizar el funcionamiento de la sociedad, bajo el poder de una economía cada vez más compleja, sometida al pillaje, el despojo y la depredación.
Nace el liberalismo, retoma la bandera del Estado moderno y protector, lo hace con moderación y cautela desde la acera de la derecha, porque, en la acera del frente, surgía un proyecto que proclamaba el bienestar para los “pobres del mundo”.
El nuevo Estado, instrumento de las minorías, se siente agobiado y no ha podido administrar los intereses de la colectividad, escasea el pan en la comida de los comensales y las recetas salvadoras de la banca multilateral resultan letales.
Las corporaciones transnacionales, como la OMC, el G8 y el FMI, han creado un paraestado supranacional, anexo al poder financiero, que ha delegado a los estados nacionales el encargo de aplicar dócilmente, en sus territorios, las normas emanadas de sus organismos, así como de constreñir, con munición recargada, las manifestaciones de inconformidad contra ellos.
Y, así vamos, con un neoliberalismo que persigue y hostiga la naturaleza y, colateralmente, arruina lo público, lo que aún queda y se mantiene organizado.
Por ahora hemos transferido el poder ciudadano a una espada principal, el mercado es un espacio de dominación y desigualdad, que coloca, por la fuerza, a millones de personas por fuera del campo de aplicación efectiva de los derechos humanos, como para decir, a voz en cuello: La democracia ha muerto, ¡viva la democracia!
Mientras seguimos atrapados, obnubilados por espejitos y collares de cuenta, creyendo que el Rey Midas del Estado, en poder de los nuevos señores, amos y propietarios, todo lo que toca lo convierte en justicia social.
Salam aleikum.