El jueves de la semana pasada, en el programa Partida W, se encontraron Angélica Lozano y Oswaldo Ortíz —ambos candidatos al congreso, al Senado y la Cámara, respectivamente—, con el objetivo de debatir si el Congreso debe o no revivir la discusión sobre el referendo de adopción homoparental que en algún momento propuso la ahora candidata a la presidencia Viviane Morales. Ambos presentaron argumentos que podrían considerarse válidos desde las posturas ideológicas que representan y los identifican. Sin embargo, en el marco de la discusión afloraron concepciones de la democracia que, en todo caso, son importantes debatir.
El señor Ortíz, armado de un cepillo, una biblia y una camisa del Centro Democrático, argumentaba que él era un demócrata pues, como una parte de la población conoce, su papel como “pastor virtual” fue fundamental en la promoción del referendo por “papá y mamá”, lo que a su vez lo hizo acreedor de una importante audiencia, especialmente preocupada por la educación en valores cristianos, o como “debe ser”. Ortíz ha aprovechado hábilmente esta audiencia para escalar por los bastiones de la clase política, clamando que él es la voz de una Colombia despierta que no se va a dejar “enredar”. No obstante, su entendimiento de las concepciones filosóficas de la democracia es tan arcaico como su conocimiento jurídico.
Bien nos ha enseñado la historia que entender la democracia como la supremacía de las mayorías sobre las minorías nos lleva a caminos peligrosos. Los atenienses, por ejemplo, creían que la polis era el lugar en donde las diferencias naturales se superan y todos los ciudadanos ejercen su deber de dirección de la vida política como iguales. Únicamente sobre este consenso de igualdad ciudadana era posible la discusión democrática. Incluso, la historia de los antiguos nos advierte que la senda hacia sistemas de gobierno autoritarios empieza cuando algunos se creen más iguales que otros y se abrogan para sí el monopolio de la verdad.
Más cercano a nuestros tiempo, Alexander Hamilton, en el celebrado No. 10 del Federalista, cuestionaba el entendimiento de la democracia como un juego de facciones que buscan imponerse las unas a las otras. Hamilton veía en este comportamiento la manzana envenenada del sistema democrático o en términos más cercanos al léxico de Ortíz, su pecado original. Una de sus enseñanzas más valiosas es que, para la consolidación de un democracia saludable, es necesario controlar este comportamiento faccioso. Las distintas formas para lograr este objetivo están presente en la filosofía política de nuestro tiempo y han impactado de forma positiva, a mi parecer, en el mundo jurídico y sus debates.
Los autores más cautos que tratan el tema encuentran en los derechos humanos una asidero importante para limitar las consecuencias de las prácticas facciosas en la democracia. Ellos argumentan, con bastante razón, que para que un sistema democrático sea respetuoso de la dignidad humana debe asentarse en cláusulas inviolables y no susceptibles de negociación, ni siquiera cuando una “mayoría” esté empeñada, a través de mecanismos de participación, a limitar estas cláusulas. Por otro lado, un grupo de autores, ciertamente más arriesgados, aportan al debate reevaluando el concepto de democracia, argumentando que no es solo un sistema político y administrativo de toma de decisiones, sino que, en el fondo, es una práctica humana consistente en buscar consensos, aún entre los más diferentes, a través del diálogo.
Lo anterior nos da una pequeñas herramientas para evaluar la concepción de democracia de una persona como Ortíz. Pues, siendo un candidato al órgano democrático por excelencia es importante discernir qué entiende él por democracia. A mi modo de ver y de lo que he podido extraer de sus declaraciones y debates, es una persona que considera que la democracia es un juego de mayorías, en el cual el que tiene los votos, tiene la legitimidad política para revocar derechos. Además, es una persona que por sus condiciones personales –a saber: hombre, heterosexual, padre y cristiano– considera que tiene una verdad absoluta. El problema, en esencia, es que los consensos no se construyen a través de verdades absolutas, sino a través de diálogos y disquisiciones. Las verdades absolutas, como todo lo absoluto, resulta autoritario y violento, aún cuando se enmascara con la moralidad religiosa. En consecuencia él resulta una pesadilla –como él mismo lo afirma– no solo para los llamados progresistas y el Lobby Gay, sino para todos aquellos que encuentran en la democracia una práctica de inclusión, más no de exclusión, que pugna por la igualdad a pesar de las diferencias, y no por las diferencias a pesar de la igualdad.