El Cauca fue condenado a soportar el escenario de la guerra no convencional durante largas décadas, toda vez que en nuestro territorio se inició el proceso de levantamiento armado de los primeros grupos insurrectos contra el Estado y, sin embargo, en ningún momento hubo guerra de movimientos y posiciones, ni mucho menos los grupos armados insurgentes estuvieron a las puertas de la rebelión, ni ante la inminencia de la insurrección.
Las fuerzas armadas en conflicto, como ha definido el Derecho Internacional Humanitario a los actores en pugna, cayeron en la degradación de la confrontación armada y, en su acontecer, se encuentran horripilantes masacres y vejaciones contra la dignidad humana.
Argumentar que al país le conviene una paz imperfecta para salir de la hecatombe, es legitimar los severos conflictos que aún subsisten, que tienen que ver con la violencia estructural, cultural y simbólica, otorgándole, en el caso de los líderes asesinados metódicamente, un carácter puramente simplificador, que hecha al traste los inestimables esfuerzos alcanzados para suspender tramitadamente el lenguaje de los fusiles.
A la guerra de emboscadas y secuestros se opuso un Ejército que bajo el tenebroso lema de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” se hermanó con la ilegalidad y cayó en el más estrepitoso abismo que, en el caso de la Tercera Brigada, el Ejército Nacional pidió perdón por sus nexos con los paramilitares autores de la masacre del Naya.
Nunca hubo una escalada que pudiera resolver el conflicto por la vía militar y en ningún momento la comunidad internacional le concedió carácter de beligerancia armada a la guerrilla, en cuyo evento le habría otorgado reconocimiento en el concierto mundial por someterse a reglas jurídicas que determinaban su legalidad y, antes por el contrario, acciones como la del secuestro, las maacres, la toma de poblaciones inermes y la guerra de emboscadas minaron su credibilidad popular.
Sesenta años de presunción del derecho bélico nos sumergieron en la barbarie más inhumana del planeta, superada por la degollina de Ruanda, en la que ochocientos mil nigerianos perdieron la vida y doscientas mil mujeres fueron violadas, con la complacencia y el silencio de la ONU que dejaron solo al General Roméo Dallaire, hoy senador canadiense, Jefe del Cuerpo de Paz, quien solía contar la tragedia a sus amigos y visitantes en Vancouver, B.C., Canadá. Bélgica, fue el país que separó y disparó el detonante de dos pueblos hermanos.
Seis décadas en Colombia, cien días en Ruanda, que no conmovieron al mundo, seis décadas en que los dividendos del poder económico y político crecieron desmesuradamente en nuestra nación y tres meses y diez días que las tribus hutus, progubernamentales, arreciaron contra los tutsis y causaron, influenciados por la religión, la degollina más espantosa del siglo veinte.
Sus victimarios fueron condenados a cadena perpetua por la Corte Penal Internacional.
Realizado el genocidio en abril de 1994, en noviembre del mismo año la ONU creó el Tribunal de Ruanda con las mismas funciones del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoeslavia.
Dos exministros, el capitán de los servicios secretos y el expresidente del Movimiento Republicano Nacional, fueron condenados a cadena perpetua en 1994, ante la imposibilidad de que operara la justicia interna ruandés.
Con su muerte también infligieron la vida de los ríos Marilópez, Timba y Suárez, de los cuales fue indeclinable defensor, condenaron la luz a desaparecer en pleno mes de julio, condenaron a un líder caucano y nacional a la severa pena de la ejecución, condenaron a un consejero querido por toda la comunidad, que siempre humedecerá sus ojos al recordar sus defensa de la justicia, la fraternidad, la paz y la vida,
Condenaron a muerte a un hombre que creían en la democracia, lo condenaron porque le tenía pavor a la violencia y lo amarraron paradójicamente a un árbol, que debe estar sobrecogido, porque Ibes trabajó por proteger el paisaje, el agua, la tierra, la cultura, las tradiciones, no por el oro, su trabajo giraba en torno al patrimonio ancestral de la comunidad afrodescendiente. Fue nuestro amigo en el amparo de los derechos humanos. Pesa abrumadoramente la impotencia del Estado. Salam Alaikum.