Cuando en 1993 ingresé a la Universidad del Valle para estudiar Licenciatura en Literatura aún se respiraba en salones y pasillos un aire luctuoso. Tres años antes había muerto en Cali el profesor, pensador y exconsejero de paz Estanislao Zuleta. Recuerdo que en muchas de mis clases su nombre saltaba a propósito de La montaña mágica, el psicoanálisis, el arte, la literatura, la lectura, la escritura... En fin: Estanislao Zuleta era un referente imprescindible para comprender asuntos de resorte social como el conflicto armado (sus ensayos 'Elogio de la dificultad' y 'Sobre la guerra' hicieron época y siguen siendo actuales) y los avatares hacia la paz de un país siempre en trance de muerte.
Sin haberlo conocido; sin haber asistido a sus concurridísimas clases, me atrevo a decir que lo seductor para muchas generaciones de Estanislao Zuleta radica en su coherencia. Quiero decir: en su radical coherencia vital e intelectual; en la confluencia entre teoría y praxis, lo que siempre se le ha reclamado al intelectual desde que Émile Zola defendiera junto a otros en la Francia del siglo XIX al famoso militar Alfred Dreyfus desde la tribuna de la prensa.
Dijo Zuleta, intelectual 24/7: "Una vida sin conflictos es una vida infecunda, no creadora", y vaya que su existencia navegó en un océano de contrariedades (personales, amorosas, profesionales); tal vez por esto también su inagotable capacidad para traducir el mundo del Saber al lenguaje de la tribu.
Más allá de las aulas de nuestra querida Universidad del Valle —que, dicho sea de paso, constituye en la región uno de los últimos reductos de la razón y de la imaginación críticas, y de ahí sus tantos, numerosísimos defensores pero también, por lo mismo, algunos de sus detractores y enemigos—, el nombre de Estanislao Zuleta siguió resonando luego de su muerte en libros, periódicos, recintos académicos y, desde luego, en los ensayos de William Ospina, auto-declarado discípulo del pensador de la dificultad.
No pretendo ir a una arqueología de la influencia de Zuleta sobre Ospina sino más bien divagar alrededor de la coherencia entre ensayo y práctica en éste, a propósito de su reciente y para gran parte de sus lectorxs decepcionante incursión en la política dura y cruda de cara a la segunda vuelta presidencial en Colombia.
De alguna manera la toma de posición de Ospina respecto a un candidato que echa por tierra la posibilidad de pensar, debatir, dialogar, incluir, respetar la diferencia, entre otras dimensiones axiológicas de la existencia, implica un mentis a Estanislao Zuleta. Una especie de portazo en la cara a quien apostó su lucidez y su embriaguez en la defensa del pensamiento crítico y del debate entendido como espacio para la "valoración positiva de las diferencias".
A lo que voy es a que la decepción lectora en torno a William Ospina radica en el hiato, en la fractura, en el abismo que se tiende hoy entre su decir y su hacer; entre su batalla ensayística y su claudicación política; entre el carácter transformador de su palabra y el balbuceo técnico-instrumental de la campaña presidencial. Se hace difícil aceptar la posición de Ospina en favor de un candidato ya imputado por un caso grande de corrupción, que además —guiado por sus ideólogos de campaña— cancela toda posibilidad de confrontación racional en el debate, y que ha caído y recaído en maltrato público y privado.
Se hace difícil, digo, entender tal posición, máxime aun si recordamos que en el ensayo Pa' que se acabe la vaina (2013), Ospina dice: "Proponer un país exige rigor y responsabilidad, no es tarea para el que quiere seducir por cuatro años o por ocho a un electorado, es algo que requiere esfuerzo colectivo, pensamiento, voluntad y compromiso. Exige estar por encima de los apetitos, y el Estado es el botín de quienes buscan a veces los recursos y a veces el poder, la embriaguez de decidir por los otros".
La decepción lectora se expresa en redes sociales y en espacios académicos donde de manera jocosa algunos escriben que William Ospina debería leer los libros de William Ospina, y donde otros maldicen el hecho de que profesores como yo "nos hayan mentido durante tanto tiempo acerca de este señor" (es decir, William Ospina). Lo mismo sucede cuando mencionamos al último Mario Vargas Llosa, pero olvidamos el pensamiento literario incisivo del primero, que fraguó piezas maestras como La verdad de las mentiras, El viaje a la ficción o La civilización del espectáculo —con todo y lo apocalíptico de su visión—. Nos enerva la inconsecuencia entre el autor-texto y el autor-autor, cuando olvidamos que éste es en el texto un autor distinto siempre del autor real.
Cabe decir entonces que los ensayos y su autor son dos objetos distintos. El autor los firma, responde desde y por ellos, pero los textos hablan por sí solos e incluso piensan, proyectan, crean realidades independientemente del camino que tomen sus autores o autoras. Cuando se produce la coherencia que destacamos en Zuleta entre la palabra dicha y la acción en una realidad efectiva, celebramos; pero cuando acontece aquel hiato, aquel abismo que ilustro arriba, viene la decepción, la sensación de pérdida. Aquella triste convicción de que el autor nos mintió durante décadas.
La decepción lectora, si la hacemos extensiva a otros ámbitos textuales, es el desengaño que toda lectura implica; ese fracaso más o menos contundente derivado de la distancia entre el lo pensado y lo obrado. A decir verdad, tampoco son los tiempos de Gramsci, Benjamin, Adorno, Foucault o Edward. W. Said, quien al tiempo que pensó y defendió la cuestión palestina, lanzó una pedrada en la Puerta de Fátima, en Líbano, contra la ocupación israelí.
Yo no espero nada de los autores, que a decir verdad están ausentes dentro de la comunicación entre lector y textos. Espero mucho, más bien, de los textos y de su poder transformador, aun cuando hablen poco y nada de la coherencia del autor respecto a sus determinaciones vitales o políticas. Me quedo con los textos para mantener el sentido y salvarme del vacío; para tener la certeza de que muchos de los ensayos de William Ospina seguro han alimentando ideas, estados, procesos defendidos por el bando contrario que le apuesta a construir un país para el buen vivir, para el respeto, para la inclusión y para el diálogo en la diferencia.
O al menos eso quiero creer, mientras que en el tinglado de la política se resuelve el destino de Colombia, confiando en que el ensayo siga asumiendo su talante de francotirador de las ideas cuyo compromiso es interpretar la realidad para imaginarla de mejor manera.