El fútbol, que otrora funcionó maravillosamente como paliativo a la difícil situación económica de nuestros compatriotas, de un momento a otro fue mermando su exposición, y poco a poco se fue convirtiendo en un articulo de lujo, aupado por la falta de partidos en los estadios. Cuando los 22 millones de pobres que existen en el país, según el Dane, se levantaron con la inefable realidad de que $300.000 mensuales era todo lo que alcanzaban a percibir para sobrevivir, entonces llegó la desazón. El eufemismo de, “pan y circo”, con el que siempre se embolató a la gente, ya no era tan evidente, y los falsos ídolos con los que estaban familiarizados, se habían esfumado. Y ocurrió la debacle, no había otro entretenimiento que supliera esta ausencia. Ahora con más tiempo para pensar, se produjo una reacción masiva a la hambruna colectiva que siempre había existido, pero que, en muchas ocasiones, la pasión al fútbol la opacaba. Saltó a la vista la falta de oportunidades, empleo, bienestar, salud y educación. Todo entró en ebullición.
La fracasada reforma económica de 2019, donde se otorgó beneficios a los más grandes empresas y banqueros, generó un enorme hueco fiscal, luego la mal llamada pandemia del COVID-19 y su tardía reacción, produjo un nuevo endeudamiento con la banca mundial, para implementar medidas de mitigación. La pésima idea de trasladar esos recursos conseguidos, a la banca nacional para apoyar a los pequeños y medianos empresarios para mantener la empleabilidad en el país, fracasó rotundamente, pues nunca les llegaron esos estímulos, y para terminar de completar el nefasto panorama, las calificadoras de riesgo pusieron al país en aprietos con un signo de interrogación, y un señalamiento negativo del crecimiento de la economía.
Esta secuencia de hechos lamentables puso al gobierno de turno contra la pared, y lo obligó en un momento equivocado de la historia a pretender hacer aprobar una nueva reforma tributaria, pero esta vez con el rimbombante nombre de Ley de Solidaridad Sostenible, afectando con ello a la menguada fuerza productiva del país. Ya no hubo forma de recular, y el descontento acumulado por años por la desigualdad social en la población, se fue generalizando, a sabiendas de que una de las inauditas propuestas era aumentar el IVA al café del 5% al 19%; típico protagonista del desayuno, y quizá único alimento que toman los llamados “pobres” del país.
Como un suceso sonoro y contundente las familias vistieron la camiseta de la Selección Colombia, para salir a demostrar su rechazo por el exabrupto, causando un impacto certero en el imaginario nacional. Pocos días después se perdió el factor sorpresa de las movilizaciones, y ese sueño idealizado de la protesta fue horadado por vándalos de ambas orillas, desde miembros de crimen organizado en los manifestantes, hasta agentes del estado, algunos de ellos vestidos de civil, o los sin escrúpulos agentes antidisturbios, que parece que hubieran nacido en otra Colombia, y no llegaron a conmoverse nunca por aniquilar a sus congéneres.
Tal como le escuché decir a muchos políticos en el pasado: “al pueblo hay que darle garrote y zanahoria”. Lo claro es que esta vez ya no había zanahoria para ofrecer.