Ignacio Giraldo (Nacho), era un prestigioso ingeniero mecánico de Medellín de los años sesenta. Había hecho un posgrado en Inglaterra en ingeniería automotriz y allí se conoció con la que fue su esposa, Elly, una bella irlandesa, especializada en música celta que además tañía el arpa galesa con admirables sonoridad y encanto. Después de una estancia de tres años en Europa, Nacho y Elly regresaron a Medellín. Muy pronto, Nacho se vinculó a una naciente ensambladora de autos y en pocos meses llegó a ser el gerente técnico, cargo de la más alta responsabilidad en la naciente empresa. La vida de ambos transcurría con absoluta normalidad. Ella ejercía como docente en una universidad y vivían la vida social de una pareja sin hijos, perteneciente a un nivel ejecutivo, de clubes sociales, reuniones de amigos y familiares, veían los noticieros, estaban suscritos a dos periódicos y algunas revistas, tenían su apartamento, un buen carro y una pequeña casa campestre en las afueras de la ciudad, donde pasaban siempre los fines de semana.
Un buen día, Nacho y Elly desaparecieron sin dejar huella ni rastro. Después de buscar clínicas y hospitales en vano tampoco se encontraron señales de violencia, robo o atraco en su casa. Todo estaba intacto en su lugar. De inmediato se movilizó el aparato de seguridad del Estado: un secuestro, fue la primera hipótesis, en un momento en que las guerrillas colombianas arreciaban sus acciones militares urbanas. Con el paso de los días, esa primera hipótesis empezó a fallar porque nunca se recibió ninguna señal de sus posibles captores. Empezaron a contarse meses y el misterio se había apoderado de este caso. Los investigadores relatan que la noche anterior a su desaparición estuvieron comiendo donde unos amigos, y salieron hacia las once de la noche sin ninguna señal que advirtiera algo anormal. El portero del edificio señala que esa noche llegaron al conjunto residencial, y al otro día, como todos los días, salieron ambos hacia las siete de la mañana, sin que algo advirtiera alguna inquietud o preocupación: no estaban borrachos, no se veían afligidos, no discutían. Todo normal. En la familia y los amigos más cercanos, nadie decía nada que diera una luz para esclarecer este caso. Mientras tanto, en la empresa esa desaparición empezó a causar estragos: Nacho era el alma y nervio de la producción. Después de diez años de consagración, día y noche, era el motor de esa fábrica de automóviles: el control de materias primas, la fundición de piezas, la carrocería, el ensamble, el estudio de nuevos diseños, el desarrollo de nuevos productos y el control de calidad, todo, en un momento en que la empresa era líder en su género, con expectativas de venta crecientes, y el cerebro de todo eso, desaparecido. Pasados seis meses de búsqueda infructuosa, las autoridades estaban más desconcertadas que cuando sucedió este hecho. Nada arrojaba una luz, un indicio, un resquicio que condujera a esclarecer esa misteriosa partida.
Un buen día llegaron a Taganga, una aldea de pescadores, muy cerca de Santa Marta, con todo el encanto del parque Tayrona, una pareja venida del interior que, previamente, había logrado autorización de la comunidad para construir un bohío a la manera de los nativos, con el compromiso de respetar sus reglas y costumbres. Allí se instalaron. Se alimentaban de frutas, verduras y pescado. Ella tocaba el arpa y él sonaba una flauta o un tambor, cerca a la playa, en largas noches de amor y de luna llena. Fabricaban pulseritas de cuero y collares de piedras tayronas que vendían a los turistas en Cartagena y Santa Marta. Sin lujos ni comodidades, sin radio, prensa o televisión, quedaron integrados a esa comunidad de pescadores que estaban anclados en ese pequeño paraíso desde tiempos ancestrales. Parecían vivir felices.
Mucho tiempo después, cuando los encontraron, Nacho respondió, simplemente: “no quise entregarle toda mi vida a una empresa… Y me cansé de pertenecer a un país gobernado por tantos odio, maldad e hipocresía”.