El 26 de abril de 1990 el rector del Líceo Francés, el colegio donde cursaba sexto de bachillerato, la llamó a su oficina. Ahí estaba su mamá, Miryam, y la esposa de Álvaro Fayad quien no paraba de llorar. No tuvieron que decirle nada. Sabía que habían matado a su papá, el comandante máximo del M-19 quien había firmado la paz con el gobierno Barco. Una noche antes, en un acto en un restaurante del centro de Bogotá, Pizarro había hablado con ella y con su hermana Claudia que en ese momento tenía 18 años. Las dos hermanas se percataron del riesgo en el que vivía: ni siquiera estaba protegido por un chaleco antibalas. Lo hicieron caer en cuenta y él les respondió: “Eso no sirve de nada, a mí me van a dar es un tiro en la cabeza”. La premonición tenía una base cierta. Ya habían sido asesinados cientos de militantes de la UP, incluidos a los dirigentes políticos Jaime Pardo Leal, José Antequera y Bernardo Jaramillo. Y Pizarro fue fatalmente exacto: recibió un tiro en la cabeza cuando el avión en que viajaba estaba ya en el aire en la ruta Bogotá-Barranquilla. Un sicario contratado por Carlos Castaño, Jerry, salió del baño después de ocho minutos de vuelo y le descargó el proveedor de su Ingram. El escolta del DAS Jaime Ernesto Gómez reaccionó solo para rematar al asesino.
María José Pizarro, a pesar de estar muy joven, nunca creyó la versión oficial. En esta se señalaba a Pablo Escobar como único autor. Desde muy temprano la hija de Pizarro comenzó a recolectar pruebas hasta consolidar en el 2009 un relato documentado de los hechos que le sirvió al Fiscal (E) Guillermo Mendoza Diago, para iniciar la recolección de pruebas. Ocho años después, la Fiscalía abrió de nuevo la investigación con un texto de 286 páginas y una decisión crucial: la detención del exagente del DAS Jaime Ernesto Gómez Muñoz, el escolta encargado de la seguridad de candidato presidencial, quien remató al sicario frustrando la posibilidad de conocer los verdaderos móviles del crimen.
En diciembre de 1978, cuando María José tenía cinco meses , empezó su huida. Sus padres, Myriam y Carlos, ambos guerrilleros del M-19, fueron detenidos por haber participado en el robo de las 5000 armas del Cantón Norte en Bogotá durante el gobierno de Julio Cesar Turbay. Fue su abuela paterna, Margoth Leongómez, fue quien la protegió y cuidó durante sus primeros cuatros años de vida.
En 1982, gracias a la amnistía firmada por el gobierno de Belisario Betancourt con el M-19, Carlos salió de la cárcel y su mamá logró la libertad un tiempo antes por pena cumplida. Por primera vez se reunía con sus padres y los tres se trasladaron a La Habana, donde permanecieron dos años, únicos de su vida que recuerda haber vivido como una familia tranquila. De regreso a Colombia se enfrentaron a la catastrófica noticia del holocausto del Palacio de justicia, en el que Carlos Pizarro no tuvo nada que ver pero estaba involucrada su organización. Volvió la clandestinidad, las persecuciones, recorrer centenares de kilómetros en la parte de atrás de un jeep con los ojos vendados para volver a ver su papá. Viajó con su abuela a París donde vivía su tía Margoth. Se fue con la idea de que no regresaría a Colombia, que no volvería a sentir el roce de la barba de tres días de su padre en sus mejillas. Y de pronto volvió la esperanza.
En 1988 se firmó la tregua y empezaron las negociación es Santo Domingo, Cauca, y pudo que reencontrarse con él. Estaba flaco, muy flaco. Se había dejado el bigote y tenía un sombrero blanco para camuflarse entre los campesinos. Los dos días que estuvieron en el campamento, el paisaje de las montañas del Cauca y el Valle a la distancia, el abrazo cálido compensó un poco lo que le sobrevendría después: la inteligencia del estado llegó hasta el colegio a interrogarla; le mostraban fotos y a veces hasta le decían “¿usted sabe que su papá es un guerrillero hijueputa?” Tenía 10 años y no entendía bien el significado de las ofensas que escuchaba,
“Por mis manos no volverá a pasar la guerra” dijo el comandante el 8 de abril de 1990 cuando envolvió su pistola en la bandera de Colombia y desde su campamento en Santo Domingo el M-19 y empezó su camino hacia y el del M-a9 a la vida civil. Fueron cuarenta días de una intensa felicidad. Carlos Pizarro se convertía en candidato presidencial y, además, iría todos los días a su casa y le daría un beso a María José cada noche antes de dormirse. El carisma arrollador de Pizarro lo convirtieron en el Comandante papito. La gente le creía, lo querían La llevaba a todos los actos de su campaña, quería pasar todos los momentos con ella, recuperar todo el tiempo en que no la vio por estar peleando por un país mejor.
Fue una efímera felicidad que se rompió el 26 de abril de 1990 cuando la arrasó el dolor y regresó la zozobra. Vino además la crisis económica de la familia. Ella había pasado a ser simplemente la hija de un guerrillero.
A los 17 años María José Pizarro empezó un viaje por Suramérica. Quería alejarse, no volver, borrarse Colombia de la mente. Regresó en el 2002 cuando Álvaro Uribe empezaba el primero de sus dos mandatos. No soportó mucho la presión y se fue con su pequeña hija a Barcelona. La guerrió: repartió volantes, limpió casas, cuidó niños. Empezó un proyecto de joyería que la sacó a flote y en el 2010 retronó al país con la idea de realizar un documental sobre su padre y un libro con todas las cartas de ese hombre, grande para ella, que no tuvo tiempo de conocer más y mejor.
Ahora, con 38 años, María José Pizarro trabaja en el Centro de Memoria Histórica y está empeñada, como víctima de una guerra eterna, a no olvidar más. Y en su caso, a asegurar que el crimen de su padre no quede impunes y que se sepa la verdad. Como lo quieren todos los que han sufrido.