La cruel ruta de los 130 colombianos que terminaron arrumados en las afueras de París

La cruel ruta de los 130 colombianos que terminaron arrumados en las afueras de París

Llegaron a Francia huyéndole a la pobreza y la muerte, y junto a otros latinos ocuparon una fábrica abandonada que el alcalde ordenó desalojar. Esta es la historia

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agosto 06, 2019
La cruel ruta de los 130 colombianos que terminaron arrumados en las afueras de París
Foto: Angélica Pérez / LouizArt Lou

Esta es la historia de una casa parisina construida en el aire pero con la solidaridad y el empeño colectivos como cimientos. De la inventiva y el rebusque cuando todas las puertas están cerradas. También es la historia del éxodo colombiano. De un Estado que expulsa a su gente. Y del fracaso de las políticas de refugio y derechos humanos, económicos y sociales en Francia.

El triunfo de Egan Bernal debe servir para “interesarnos en los otros, descubrir mundo, moldear leyendas y, finalmente, reconciliar a la gente”, escribió el diario Libération que, como toda la prensa francesa, se quitó el sombrero ante la victoria del escarabajo colombiano. 

Y ese domingo 28 de julio, al menos por un momento, ellos sintieron una especie de reconciliación entre el mundo ajeno en el que habitan y el mundo simbólico que añoran y al que llaman patria. Vestidos de orgullo, y con las camisetas amarillas puestas, se fueron a los Campos Elíseos a celebrar la victoria de su compatriota que ellos vivían como propia. Por primera y única vez, la famosa avenida parisina de tiendas de lujo, en la que se pasean turistas adinerados de todo el mundo, fue suya. Esa tarde, no se sintieron vistos como “paisanos extraños con bigote”, “mujeres exóticas” o “narcotraficantes”. La gente los saludaba con cariño y hasta admiración.

Pocas horas después, a las siete de la mañana, un operativo de la policía los expulsaba de las viviendas que ellos mismos habían construido en una fábrica abandonada, desde hace más de 20 años, en la ciudad de Saint Ouen, a las puertas de París. Un squat, término tomado del inglés con el que se nombra en Francia a lugares deshabitados que se okupan ilegalmente. 

“El regalo por haber ganado el Tour de Francia fue el desalojo y el abandono total. Gracias alcaldía de Saint Ouen”, expresa con dolor Gerardo Jenaro, uno de estos 150 latinoamericanos, la mayoría colombianos, expulsados a la calle con la violencia y la humillación que distingue a los desalojos. Familias con niños, mujeres embarazadas, discapacitados, algunos, incluso, con refugio político y, otros, solicitantes de asilo. Muchos en situación irregular pero todos con trabajo: los hombres en la construcción y las mujeres en la limpieza. 

En maletas de viaje y carritos del mercado empacaron lo poco que alcanzaron a agarrar.  Adentro, encerrada con candado, quedó hecha trizas la ilusión que empezaron a forjar siete meses atrás, en enero de 2019, cuando llegaron a okupar las bodegas abandonadas.

“Los meses más felices de mi vida”

“¿Quiere que le cuente por qué llegué al squat? Porque mi situación era terrible. Vivíamos ocho personas, mis hijos, mi marido, mi hermano y su esposa embarazada, en un cuarto de 19 metros cuadrados. Apenas cabían dos camitas pequeñas, teníamos la ropa metida en bolsas… el uno le olía los pies al otro, el otro la cabeza al uno. Y por vivir en esas condiciones tan miserables pagábamos 800 euros, ¡o sea, unos tres millones de pesos!”

Julia Torres aterrizó en Paris porque ninguna de las múltiples maromas de sobrevivencia que se ingenió en Colombia la libraron de las deudas. Al igual que la mayoría de sus compatriotas que no tienen permiso de residencia en Francia, labora en limpieza y “al negro”, es decir, trabajo no declarado. “Uno se parte el lomo en el ménage (aseo N. de la R.)”, se lamenta Julia que, todos los días se desplaza, de punta a punta de la ciudad, para limpiar casas como la que ella añoraba en sus 19 metros de hacinamiento. 

“Uno no quiere nada regalado del Estado francés. Nosotros trabajamos porque a eso vinimos, queremos ser honrados y pagar un apartamentico decente. Pero, por un lado, los precios son impagables, además hay que tener una caución por el doble del alquiler y un garante cuyo salario sea el triple. Y por otro lado, a uno no le alquilan nada porque no tiene papeles. Le piden miles de cosas administrativas que no tiene porque, justamente, uno no cuenta con una dirección propia. Y eso es un círculo vicioso”.

Sin experiencia en tomas o invasiones, Julia y las otras familias se convirtieron en okupas porque, aun trabajando, algunos debían varios meses de arriendo y todos habían sido derrotados en el proceso kafkiano que implica alquilar una vivienda en París donde el exceso de demanda hace que la especulación sea la norma. 

“Salíamos a trabajar durante el día y en la noche llegábamos al squat a levantar la casa entre los siete. Los hombres ponían el conocimiento porque trabajan en chantiers (“construcción” N. de la R.) y hasta yo daba ideas. Eso sí, fue un sacrificio grande, dormíamos muy poco y lo que ganábamos lo invertíamos todo en las obras de nuestro apartamento. Pero éramos muy felices. Mire, yo llevo dos años en Francia y esos tres meses, cuando ya teníamos casi todo terminado, son los más felices de mi vida aquí.  Fui una mujer plena. Yo me sentí, por fin, con los pies puestos en este país”.

Los pies en la tierra de una casa construida en el aire. Porque todos estaban conscientes de que vivir ahí era ilegal. ¿Pero de qué legalidad hablamos cuando el derecho constitucional de todo individuo a una vivienda no es más que letra muerta en el papel?

La magia del colectivo

“Pagábamos con el miedo. Miedo de que en cualquier momento viniera la policía a desalojarnos. De hecho, en un par de ocasiones, llegaron de forma violenta. Pero después, cuando fueron viendo todo lo que habíamos hecho al interior, se quedaban admirados y lo reconocían. Algunos policías llegaron, incluso, a entrar a las casas, sentarse en el sofá y tomarse un café”. Marco Ávila, uno de los primeros en instalarse con su familia, está seguro de que al miedo lo venció la fuerza del colectivo. “Cuando fuimos siendo comunidad, empezamos a creer en lo que hacíamos, a ser felices y a sentirnos protegidos entre todos”.

Con el tiempo, el espíritu comunitario también les permitió entender y respetar los linderos y cuidar los espacios de cada uno de los miembros de este grupo amenazado por la expulsión y en el que era imprescindible la ayuda del otro para sobrevivir. Pero no siempre fue así.

“Al comienzo había que bravearlo. Era la ley del más verraco. O del mas diplomático”, afirma Marco y cuenta —con la comprensión del que entiende la condición humana— que no faltó quién quiso aprovecharse de la anarquía y la necesidad para lucrarse intentando cobrar por los predios. Tampoco faltó el que quiso apropiarse a ultranza de un lugar ya asignado.

“Al principio todo el mundo mostraba los dientes. Pero fuimos superando las tensiones de las primeras semanas y logramos establecer una especie de reglamento interno de convivencia, descentralizamos el poder, dimos prioridad a las familias más necesitadas, nombramos voceros, los que mejor hablaban y exponían las ideas de su grupo. También quisimos cumplir con todas las normas de seguridad pública: compramos detectores de humo, extintores, conseguimos las canecas de las basura comunes, pusimos horarios límite para taladrar y otras maniobras ruidosas de la construcción. Y nos empezamos ayudar: hermano présteme el taladro un rato. Hermano, écheme una mano. Vecina, que si me puede cuidar el niño”.

Reciclar la vida

Marco se va entusiasmando al narrar como, entre todos, transformaron esos cinco mil metros cuadrados librados al olvido y al desuso en un lugar habitable. Después de limpiar y sacar toneladas de basura acumuladas durante años, “se dividieron predios y empezamos a levantar paredes. Los electricistas tomaron la luz y la distribuyeron por redes antiguas y nuevas. Los que sabíamos de plomería, llevamos el agua a cada apartamento. Todo con material reciclado. Uy, hay un chantier para desmontar una casa, decía el uno. Bueno, pues a desmontarlo todo con cuidado sin echar maceta, le respondían los otros. Luego, alguno prestaba la camioneta para cargar lo recuperado y llevarlo al squat”.

Los electrodomésticos y el inmobiliario de los apartamentos también fueron rescatados de los inmuebles que remodelaban y de los vertederos de escombros y trastos viejos. Así consiguieron neveras, sillas, camas, muebles de cocina y hasta aire acondicionado. Lo que estaba averiado era reparado. Y lo que no podían obtener reciclado, lo compraban entre todas las familias. Como la piscina inflable para los niños.     

De repente, en cosa de cuatro meses, habían construido casas tan lindas como las que ellas limpian y ellos arman o reparan, habían creado un barrio ejemplar y, sobre todo, habían constituido una comunidad.

“Todos llegamos a creer que sí era posible quedarnos en el squat. Por un lado, porque muchos eran neófitos en el tema de la okupación y, al ver lo bien que lo estábamos haciendo, se llenaban de impulso y esperanza. También porque habían otras voces y otras historias de squats que han legalizado en Francia.  Y porque, en mi caso, por ejemplo, yo creo que se trata de una reivindicación pacífica y necesaria del pueblo”.

Al enterarse, en mayo, de que había una orden de expulsión, intentaron negociar con la Alcaldía de Saint Ouen, —propietaria del terreno y los locales abandonados— para que les permitiese pagar la luz, el agua y un alquiler abordable. El alcalde nunca quiso escucharlos.

Nico “el bueno”, Nico “el malo”  y los argelinos

El squat tiene su leyenda. Y, como todo mito fundador, es verosímil y marca el carácter del grupo al que da origen.

Dicen que un francés, miembro de una iglesia evangélica, a quien los habitantes del squat llaman Nico “el bueno”, siguió en su moto, durante una noche de invierno, a una estrella fugaz que lo llevó hasta la fábrica abandonada en Saint Ouen. Cuentan que él cuenta que allí escuchó la voz de Jesús conminándolo a traer a este lugar personas sin domicilio. Entonces Nico, “el bueno”, que para entonces ya era conocido por ayudar a los “sin techo” que duermen a orillas de las autopistas, transmitió a la gente de la iglesia el mensaje divino. Y así fue como llegaron a las bodegas abandonadas Elba Montenegro y su hijo Luis Miguel. Los primeros okupas.

“Estábamos, desde hacía un tiempo, durmiendo dentro de un camping, en un parque de Paris. Con mi mama, íbamos a la iglesia y allí Nico nos habló del squat. Entonces, no dudamos en ir”. Por ser los números uno en invadir el lugar deshabitado, Luis Miguel y Elba tuvieron el privilegio de instalarse en la única vivienda que existía: la casa que alguna vez fue del guardián de la fábrica.  La restauraron y de esa forma terminaba para ellos un periplo trágico y azaroso que había empezado con la huida de Colombia.

“A mi papá lo desaparecieron los paramilitares que en los años 90 tomaron el control de la zona de la Estación de la Sabana en el centro de Bogotá. Él era comerciante, tenía un restaurante y, parece, que se negó a seguirle pagando la extorsión a los paras. Yo era muy chiquito. Tenía dos años. Mi mamá lo buscó en los hospitales, estaciones de policía, la morgue, los rincones de la ciudad hasta que la depresión acabó con parte de ella y con todo el negocio. Entonces, tuvo que poner un puesto en la calle y se volvió la líder de los vendedores ambulantes. Peleaba por sus derechos. La gente la quería y la llamaba La guerrerita.  Y, ahí, la policía la cogió contra nosotros dos. Nos pegaba, nos apresaba, a ella la torturaron. Hasta que tuvimos que salir corriendo del país porque un ‘drogo’ nos contó que la policía estaba contratando a un sicario para matarla”.

Pese a que el Estado francés les había otorgado previamente el refugio político, al llegar a Paris Luis Miguel y Elba tuvieron que dormir dos meses en la calle, a las afueras del Aeropuerto Charles de Gaulle y, luego, en una tienda de campaña puesta al aire libre antes de decidir “squattear” la fábrica abandonada.

 “Al ver ese espacio tan inmenso, mi mamá dijo aquí hay que traer familias sin techo. Ese era su sueño porque, antes de llegar a Paris, nosotros habíamos vivido en squats en Venezuela y Guayana francesa y sabíamos lo duro que es estar en la calle”.

Pero a las familias se adelantó un grupo de hombres argelinos, dedicados a la venta de droga que, pese al rechazo de la comunidad, permaneció en el squat hasta el día del desalojo. Para paliar su problemática presencia, el colectivo puso un muro de separación que impedía el paso de «los árabes» a la zona de “los latinos”.

En los primeros tiempos, también apareció Nico «el malo», un francés okupa profesional, que instaló una discoteca en la inmensa cava de la fábrica. Cuenta Luis Miguel que “el man lo que quería era hacer plata con la ilegalidad. Organizó dos mega fiestas. A la primera vinieron doscientas personas y a la segunda una seiscientas. Cobraba la entrada y vendía alcohol y drogas. Hasta tenía guardaespaldas. Llegó a proponernos que le ayudaremos a armar un par de fiestas más y que después nos repartiéramos la plata y nos fuéramos del lugar”.

Conscientes del peligro de expulsión que corrían con las actividades de Nico, “el malo”, algunas familias se organizaron para expulsarlo a él.  Y, liderados por Elba, acudieron a los argelinos. “Era como aliarse con el diablo para acabar con un mal mayor” sostiene Marco Ávila e insiste en que no quiso participar en la operación. “Yo también quería que Nico, ‘el malo’ se fuera, pero yo soy un pacifista. Y al tipo lo sacaron los árabes a garrote”.

Una Iglesia en el squat

“Salí de Colombia por la persecución. Pedimos refugio y protección en Francia y el Estado francés aceptó. Encontramos ese sitio mientras nos adjudicaban una vivienda social en alquiler. Es infrahumano lo que han hecho con nosotros”. dice Paola, una mujer que llegó a Paris con sus seis hijas y su esposo, un pastor misionero, víctima de un atentado en las barriadas de Cali. Llevan meses estancados en las infinitas listas de personas prioritarias para asignar un alojamiento.

La pareja vino acompañada de un grupo de familias evangélicas e instaló una iglesia dentro del squat. “No faltaba sino una panadería”, bromea Marco, quien, aunque no comparte el credo y la liturgia de estas familias si comparte sus valores. “Es gente muy decente y respetuosa”, subraya.

Un reconocimiento que también hace la DAL, la Asociación en Francia por el Derecho a una Vivienda para Todos que ha apoyado al grupo en su lucha. Los dirigentes de esta asociación laica destacan la importante labor de cohesión social que los miembros de esa iglesia llevaron a cabo en el seno de la comunidad del squat.

No somos delincuentes

“Mi casa quedaba en el número 111 de la Rue del Doctor Bauer, en Saint Ouen. Tenía 75 metros cuadrados. Nunca habíamos vivido en un espacio tan grande en Paris. Por fin, las niñas tenían una alcoba y nosotros privacidad. Las baldosas del baño eran negras. Muy bonitas. Las trajo mi marido entre las cosas que sobraron en un  chantier. Es que él trabaja en el bâtiment, (inmuebles en construcción N. de la R.), entonces fuimos haciendo la casa con lo que quedaba de las obras. Los muebles eran prestados y el sofá un regalo. Me dan ganas de llorar cuando pienso en todo eso. Es que yo me fui encariñando a mi casa porque era la primera vez que teníamos la oportunidad de darle en Francia un hogar digno a las niñas”.

Tras el desalojo, Mayra y Alexander Velázquez, por ser una de sus dos hijas menor de cuatro años, fueron ubicados en un albergue de emergencia para personas en dificultad social.  Pero solo por cinco días. El plazo ya venció y ahora viven junto a las otras familias expulsadas en carpas que instalaron a la intemperie, frente a la alcaldía de Saint Ouen.

En ese campamento improvisado, hecho con plásticos y colchones que aportaron personas solidarias, también está Margarita, a pesar de sufrir una invalidez del 80%. “Me engañaron. Cuando nos expulsaron del squat me dijeron que podía ir a uno de esos hoteles sociales. Pero en los tres que me asignaron fui devuelta por ser discapacitada. No podían garantizar mi seguridad, me decían antes de cerrarme la puerta en la cara y tirarme a la calle como a un perro”.

Al igual que esta caleña, las otras mujeres del squat que ahora duermen con sus familias en la calle cuestionan al país que se vanagloria en nombre de los derechos humanos. « Yo creía que en Francia era posible ser mujer, inmigrante, negra y discapacitada porque cuando llegué a este país fui clasificada como una mujer de color con habilidades varias. Supuse que lo decían porque pienso y hablo bien.  Ahora sé que, en realidad, para ellos yo soy solo una negra inválida a la que desprecian”, afirma con ironía Margarita.

Para Nancy, una boliviana que compartió el squat y ahora el pavimento, lo más duro es el ultraje y el atropello con que fueron expulsados. “No somos delincuentes. Somos familias latinoamericanas pobres que queremos trabajar, que queremos integrarnos a la sociedad francesa. Mi hijo va a la escuela. Yo aprendo el idioma cada día. Y, ahora, no tengo a donde ir. ¿Dónde voy a dormir? ¿Qué solución van a dar a las familias que no tenemos un lugar para vivir”?

Lo mismo se pregunta Edwin Bravo. Él llegó a Francia huyendo de la extorsión y las amenazas de muerte de los paramilitares de extrema derecha que comandan, a sangre y fuego, en Buenaventura, el principal puerto del Pacífico colombiano. Su solicitud de asilo le fue negada y, hace un tiempo, se quedó sin trabajo. “No podía seguir pagando el alquiler de la casa en la que vivíamos con mi mujer y mis dos hijos. Por eso, cuando nos hablaron de ese lugar, decidimos vivir ahí”.

 A su lado está Ana Rodríguez. Ella estudió hotelería en Colombia pero, como muchos profesionales de su país, no encontró trabajo en lo suyo y terminó en un restaurante, laborando 12 horas al día, por un sueldo que apenas le alcanzaba para los buses y un poco más. Ana lleva un diario en el que ha escrito:

 “Anoche dormí en este campamento. Un poco más allá dormía una familia con un niño de dos años.  Mi alma llora, mi boca se ensancha porque hace fuerza para no sacar toda la tristeza que tengo adentro. Con tanta ilusión que me había ido a esa casa para poder recibirte bien, amor mío, para cumplir tantas promesas que te había hecho.  Y hoy me siento impotente, tan poca cosa, me siento una mentirosa…Ya son cuatro días que la policía nos sacó de los predios que invadimos de forma ilegal. Lo sabíamos todos. Pero la necesidad y el deseo de ahorrar me hicieron hacer lo que hice. Y no me arrepiento. Porque qué no hace una madre para ver a sus hijos crecer en la seguridad, en la tranquilidad, en la buena educación, verlos crecer en un país en donde se le respeten sus derechos como humano.

¿Hija, qué voy a hacer? ¿Dónde te voy a recibir a ti y a tu abuela? Yo quería recibirlas como a reinas y ahora solo tengo mi ropa en una maleta, algunas cosas de aseo que nos regalaron y este cuaderno en el que escribo con un lapicero rojo

 N.B. La alcaldía de Saint Ouen esgrime como argumento para la expulsión de los habitantes del squat la construcción de una escuela en esa edificación. Pero, hasta el momento, no existe ningún permiso para transformar la fábrica en establecimiento escolar.  Y el proyecto solamente empezará a ser tratado en el año 2022.

 

 

 

*Periodista de Radio Francia Internacional (RFI). 

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