Fue el día en que los moradores del sector residencial del centro de la ciudad, en donde se mudó la familia, se sintieron por primera vez en medio de una guerra, debido a la cantidad de tiros que se escucharon esa noche. Hasta entonces los residentes solo estaban acostumbrados a oír explosiones parecidas, en la víspera y el día de la virgen del Carmen, cuya sede se encontraba cerca de allí, o en el mes de diciembre, con la llegada de los totes y cualquier otra cantidad de artificios explosivos creados con pólvora. No obstante, el día del estreno de la guerra en La Perla de América, ambas fiestas estaban aún muy lejos de celebrarse.
Recuerdo muy bien lo acontecido esa noche, porque lo viví y por eso lo puedo contar otra vez, como lo hice en mi libro La Crónica de una Vendetta:
Con los días, la nueva familia sorteó el examen inquisidor de los moradores del sector y se integró rápido a la comunidad, que empezó a mostrar más confianza hacia ellos. Pero cuando ya había transcurrido un mes de habitar en la dirección antes mencionada, en 1973, se presentó el primer hecho violento que atrajo la atención de toda la ciudad y develó el irremediable problema que acarreaban encima.
José Antonio Cárdenas Ducad, el tercero en la línea descendente del árbol genealógico de la familia Cárdenas, se hallaba esa noche sentado a la puerta de su casa, conversando con dos vecinos, la señora Marina de Forero y el señor Bermúdez. Este último era un viejo que expendía queso en el mercado público de la ciudad y para moverse de un lado a otro tenía que sostenerse sobre un caminador ortopédico. Los tres, en esos instantes, conversaban sobre las actuales circunstancias de la vida y del elevado costo de la canasta familiar, que para la época ya había comenzado a flotar por las nubes.
Era aún muy temprano, como las 7:30 de la noche y la señora Marina les había dado de cenar a sus cinco hijos. Desde la llegada de los nuevos vecinos, ella y Bermúdez, tenían la costumbre de ponerse a platicar a la puerta de sus casas con cualquier miembro de los Cárdenas. Ese día se pusieron a dialogar con Toño, como también le decían a José Antonio Cárdenas Ducad, quien era de una epidermis clara, de estatura regular, bien parecido y solía dejarse unas patillas largas en forma de L. Tenía, además, un modo de ser muy accesible, contrario al resto de sus hermanos. Tal vez por eso la señora Digna Ducad, su madre, decía siempre que por sus venas corría sangre dulce o que se parecía a una monedita de oro, porque le caía bien a todo el mundo.
Esa vez en que se descubriría el problema grande que trajeron adjunto, la población fue sorprendida de un modo violento, como nunca antes había sucedido en el sano sector residencial. La armonía que por muchos años había reinado por esa parte de Santa Marta, se destruyó en segundos. La calma fue interrumpida por una ráfaga de disparos que provenían desde un auto, el cual había irrumpido raudo por la calle donde quedaba la casa de los Cárdenas. Se trató del estreno de la vendetta, que a la vez avisaba con ferocidad lo que se le avecinaba a la ciudad y al sector residencial.
Toño Cárdenas, quien era el único de los tres contertulios que sabía lo que sucedía, entró enseguida en su residencia, para protegerse de la lluvia de balas. La señora Marina, confundida como también debió de estar el señor Bermúdez, en esos segundos de terror, quiso hacer lo mismo, pero no tuvo la misma suerte y cayó sin vida apenas ingresó a su vivienda: un proyectil le perforó el corazón. En cambio, el viejo Bermúdez, de manera milagrosa, salió ileso del súbito ataque, porque cayó al piso en el preciso instante en que intentaba entrar a su hogar, tras enredarse con su caminador ortopédico. Si no se hubiera tropezado y caído de bruces sobre el piso de baldozas a la entrada de su domicilio, tres balas que por esos segundos pasaron zumbándoles por encima de su pesado cuerpo y las cuales se estrellaron después contra una pared de la terraza de su vivienda, alrededor de un cuadro con la virgen La Milagrosa, habrían apagado también su vida esa noche.
El hecho nunca antes ocurrido en la vecindad, alarmó a los moradores, quienes les exigieron a los nuevos vecinos, al día siguiente, una explicación sobre lo acontecido. Y pese a que no entraron en muchos detalles, los Cárdenas informaron, ase día siguiente, que estaban involucrados en un problema con otra familia, de nombre Valdeblánquez, contra la cual sostenían una rencilla por un deshonor. Hasta ese día, cada familia había tenido una pérdida irreparable. Es decir, los Cárdenas llevaban un muerto y los Valdeblánquez otro, o sea, estaban empatados.
La familia contrincante, con la arremetida de esa primera vez por el sector donde habitaron los Cárdenas, demostraron también su presencia en la urbe. Después se supo el nombre de la zona de la ciudad que escogieron para atrincherarse: el barrio Pescaito, al norte de la localidad. Desde ese lugar proyectaron días más tarde y durante varios años, las más encarnizadas ofensivas contra los Cárdenas.
En el primer embate donde había muerto la señora Marina, una inocente mujer y madre de cinco menores de edad, cuyo deceso persiste todavía como una absurda pérdida que no debió de ocurrir y uno de los crímenes más repudiados del centenar que se registraron durante la vendetta del exterminio en Santa Marta, se percibió además lo injusto que sería la contienda en la ciudad. El atentado, y era lógico suponer, había sido dirigido en contra de Toño Cárdenas y la persona que murió no tenía nada que ver con la pugna que ambas familias sostenían desde hacía tres años. El acontecimiento fue publicado por los periódicos y noticieros regionales al día siguiente, interpretándolo como la consecuencia de una venganza a muerte entre dos clanes guajiros. Pero el asunto era más complejo, porque en el fondo se cocía una bronca por la dignidad y el honor.
El sepelio de la señora Marina se cumplió al día siguiente por las horas de la tarde y en medio del repudio y el dolor que causó el drama no sólo por su absurda desaparición, sino de ver a sus pequeños hijos con su padre, el señor Forero, detrás de la carroza que trasladó el cofre mortuorio con el cuerpo de aquella madre y esposa, arrebatada de forma inesperada. Toda la vecindad acompañó el cortejo fúnebre desde su inicio hasta el final, cuando se produjo el enterramiento. No hubo ninguno que no dejara de llorar por un instante y nadie que no sintiera en el alma la ilógica pérdida de aquella vecina buena y amable.
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