A principios del año pasado publique aquí mismo esta columna, dedicada al análisis de la grave crisis política que padece el país hermano, en la que ponía de presente su dimensión constitucional. Hoy, cuando es evidente el fracaso de la operación política impulsada por Washington que pretendió convertir a Juan Guaidó en presidente de la república bolivariana, creo que esta columna recobra su actualidad. La reproduzco con unos cuantos retoques y la supresión de algún episodio que resulta claramente anacrónico.
La crisis venezolana es también y de manera decisiva una crisis constitucional, que no puede dejarse de lado a la hora de buscar una solución política de la misma. Crisis que hoy se confunden con la crisis política desatada por el enfrentamiento letal entre el poder legislativo, encarnado en la Asamblea Nacional, y el poder ejecutivo, encarnado en la figura de su presidente, Nicolás Maduro. Y cuyo origen está en el hecho de que hace tres años los partidos de la oposición obtuvieron la mayoría en dicha Asamblea y por tanto con el control político de la misma. Desde ella se dedicaron a bloquear sistemáticamente las iniciativas legislativas del Ejecutivo, incluidas la ratificación de acuerdos y tratados internacionales aprobados por este último. Una táctica semejante a la utilizada por republicanos y demócratas de los Estados Unidos de América en las dos últimas décadas. Tanto los unos como otros utilizaron alternativamente sus mayorías en la Cámara de representantes para bloquear los proyectos de presupuesto presentados por el Ejecutivo con el fin de lograr que este último se plegara a exigencias políticas que consideraban innegociables. El último episodio de esta historia conflictiva lo protagoniza el impeachment, el juicio político al que los demócratas quieren someter a Trump.
El presidente Nicolás Maduro enfrentado al bloqueo de la Asamblea Nacional decidió resolverlo apelando al constituyente primario convocando una asamblea nacional constituyente, representante por definición del pueblo soberano. El Poder judicial validó la convocatoria, el Consejo Nacional electoral la organizó y la realizó el 30 de julio de 2017 a pesar de la oposición de la mayoría de la Asamblea Nacional, que desconoció completamente sus resultados. Y añadió las denuncias de fraude con las que han acompañado las elecciones realizadas en las dos últimas décadas, cuando los resultados de los mismos le han sido adversos. Sin embargo, no impugnaron al Consejo Nacional electoral cuando este hizo públicos los resultados oficiales de las elecciones del 8 de diciembre de 2015 para la Asamblea, que dieron el 64 % de los votos a los partidos de la oposición y solo el 33 % a los partidarios de Maduro. Pero ni las denuncias ni su refutación anulan el problema de representatividad que surge cuando se comparan los resultados electorales de las dos asambleas y se comprueba que si en las primeras participó más del 74% del censo electoral, en las de la Asamblea Nacional Constituyente un poco más de 41%
El presidente Maduro quiso zanjarlo anticipando las elecciones presidenciales: otra forma de apelar al pueblo soberano. La legalidad de este anticipo fue y es motivo de controversia pero en cualquier caso las elecciones se celebraron el 20 de mayo de 2018, meses antes de la fecha en la que debían haberse celebrado y la oposición en protesta las denunció y se abstuvo de participar en ellas. Los resultados de las mismas fueron sin embargo desalentadores para Maduro desde el punto de vista del esperado reforzamiento de su autoridad política ante el desafío de la Asamblea Nacional. Aunque el obtuvo un poco más de 6 millones de votos, sobrepasando ampliamente a su rival Henri Falcón que obtuvo un poco menos de 2 millones de votos, la participación electoral apenas fue del 43%, apenas dos puntos por encima de la lograda en las elecciones de la Asamblea Nacional.
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Una crisis política de esta naturaleza no es nueva. En los Estados Unidos se están haciendo recurrentes
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Una crisis política de esta naturaleza no es nueva. Como ya vimos en los Estados Unidos se están haciendo tan recurrente que muchos comentaristas muestran su preocupación por la gravedad de estas “disfunciones del sistema político americano”. Europa se lleva sin embargo el premio: las ha tenido muchas y más graves a lo largo de su conflictiva y prolongada historia. Por lo que no es de extrañar que los países más importantes del Viejo continente distingan entre Jefe del Estado y Jefe de Gobierno con el fin precisamente de que sea la cabeza del Estado quien resuelva en última instancia aquellos conflictos entre el gobierno y el parlamento que ninguno de los dos es capaz de resolver. El problema de la Constitución venezolana es que tampoco hace esta distinción, por lo que deja abierta la posibilidad de que sea una potencia extranjera la que zanje el conflicto. Obviamente a favor de sus intereses. A menos que los propios venezolanos se pongan de acuerdo y lo zanjen por medio un acuerdo nacional, que podría incluir la convocatoria de una nueva Asamblea Nacional Constituyente.