Años atrás, en una conversación con el finado e ilustre profesor Jorge Alberto Naranjo Mesa, le decía que, para viajar muy atrás en el tiempo, las porterías universitarias hacen las veces de máquinas para ello, aunque sin la elegancia de un auto DMC DeLorean, ante lo cual Jorge Alberto estuvo por completo de acuerdo conmigo.
En la actualidad, en este contexto de pandemia que no toca fin, esta aseveración adquiere mayor relevancia. En efecto, la pandemia ha exacerbado la crisis de la institución universitaria por doquier, su oscurantismo de corte medieval, sobre todo por el hecho que se desdibuja cada vez más y más la definición dada por José Ortega y Gasset para universidad: la inteligencia como institución.
Más bien, stricto sensu, nuestras universidades son microcefálicas a más no poder. Peor aún, la evanescencia de la inteligencia como institución va de la mano con un vacío ético que muchos tratan de tapar al pretender su compromiso con la ética, una palabra que, hoy por hoy, reclama borrón y cuenta nueva para que recupere la fuerza transformadora de la realidad que alguna vez tuvo, cuando los elefantes volaban de flor en flor.
En otras palabras, nuestras universidades no han estado a la altura de las circunstancias en esta pandemia. Todas hacen las mismas bobadas. Incluso pretenden que ya estamos entrando en un período pospandemia, como si estuviésemos despertando de una hórrida pesadilla, de una horrible noche.
Empero, los hechos son tozudos como los que más. Hace poco, el notable inmunólogo Mark Dybul, de la prestigiosa Universidad de Georgetown, acaba de pronosticar, para marzo de 2022, la llegada de una nueva cepa del coronavirus resistente a todas las vacunas. Obviamente, esto pondrá en jaque al planeta entero.
No obstante, nuestras universidades esquizoides están desesperadas por retornar cuanto antes a la normalidad, sin cuestionar en modo alguno un paradigma de civilización que depreda la naturaleza en forma inmisericorde y que hace aguas por doquier. Me pregunto que irán a a hacer en breve en cuanto se disparen sin control los contagios y los muertes a causa de la cepa pronosticada por Mark Dybul.
Por ejemplo, en lo que a la Universidad Nacional de Colombia atañe, perdí ya la cuenta del número de veces que he tenido que cuestionarles a diversos burócratas sus insensatas decisiones que van en contravía del sentido común que exige el manejo adecuado de esta pandemia, un manejo que debería ir de la mano con una disciplina espartana para decirlo sin ambages, que debe incluir el manejo apropiado de las plataformas educativas concebidas para blended learning, cuestión que destaqué pocos días atrás en un evento organizado por ACOFI, la Asociación Colombiana de Universidades.
En otras palabras, estas plataformas cumplen su función en la medida en la que los actores del acto educativo las asuman con férrea disciplina. De hecho, todavía se ven casos de docentes que ni siquiera saben pergeñar una rúbrica adecuada para los exámenes y demás evaluaciones en sus asignaturas, un detalle que sugiere que aún se aferran a modos de hacer las cosas cuando todo se hacía de manera presencial por completo.
Por su parte, muchos estudiantes distan en mucho de evitar la tentación de incurrir en plagio en la realización de exámenes y trabajos de manera remota en el actual contexto de pandemia, un fenómeno que, sin ir más lejos, muestra a las claras el vacío ético que carcome el mundo universitario en general, el cual ha olvidado que el esfuerzo creativo original es una fuente de íntimo placer, de verdadera fruición, imposible de experimentar cuando se incurre en plagio, incluido el de tesis de grado e investigaciones.
Sin embargo, no pocos de los miembros de los diversos estamentos universitarios proclaman a voz en cuello su "gran" compromiso con la ética, por lo que, en el fondo, borran con el codo lo que han escrito con la mano. En suma, parecen unos cardúmenes de pirañas que hacen promesas de convertirse al veganismo. Es toda una sífilis espiritual para decirlo sin rodeos.
Naturalmente, los directivos universitarios tampoco dan muestras de lucidez y sentido común en materia de dirección. En realidad, no se perciben muestras de verdaderos liderazgos, máxime por el hecho que las administraciones universitarias, no solo las de Colombia, sino las de toda Latinoamérica, han quedado cooptadas por el neoliberalismo desde hace largos años.
Hacen las veces de sus corifeos y prosélitos, lo cual adquiere un tono tragicómico en el mundo de las universidades públicas, cuyos administradores son también parte de su profesorado, aunque lo han olvidado, al punto de arremeter lanza en ristre con desparpajo contra la dignidad de la labor académica, lo cual no es óbice para que le exijan al profesorado que de muestras de "sentido de pertenencia", como si las administraciones de marras poseyesen escrituras públicas sobre los cuerpos, las almas y los espíritus de sus profesores.
Ahora bien, acerca de conceptos cuestionables que, de un modo u otro, tienen que ver con el tal "sentido de pertenencia", conceptos tales como regionalismo y nacionalismo, Albert Einstein decía sin rodeos que estos no son más que una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad.
Al fin y al cabo, el modo de ser académico y universitario por excelencia está muy por encima de capillas y camarillas. Solo así puede forjarse una verdadera cultura universitaria que no esté permeada por los intereses del mercado. Ante todo, un verdadero académico está caracterizado por una actitud mental ambiciosa y descontentadiza. Mientras esto no esté claro, nuestras universidades seguirán siendo los vulgares zocos que son desde hace varias décadas.
Para concluir: la pandemia en curso, que, a a la luz de los pronósticos de Mark Dybul, va para muy largo, requiere que el mundo universitario colombiano y latinoamericano de un giro copernicano decidido hacia un verdadero ethos académico que supere las miserias propias de la economía mercado, para lo cual es menester que sus administraciones adquieran de una vez por todas compromiso tanto con sus comunidades académicas como con la sociedad en general.
Empero, esto requiere necesariamente la recuperación de la otrora autonomía universitaria, harto indispensable para la forja de una genuina cultura científica y académica por excelencia, de índole convivencial y holística, harto indispensable para capear el intenso temporal inherente a esta pandemia. De no ser así, nuestras universidades seguirán siendo los distópicos zocos que ya sufrimos desde hace largos años.