Crisis puede significar, entre otras cosas, la conjunción de decisivas situaciones de larga, mediana y corta duración, externas e internas inherentes a una institución que ponen en riesgo el cumplimiento de sus funciones básicas no solo por la escasez de recursos, sino por una amalgama de factores superpuestos que anuncian lo grave o leve de la crisis; mientras que perpetuo aduce a lo que dura o permanece en el tiempo. En tal sentido, siendo la universidad una creación típica de occidente cuya historia se remonta a la Edad Media, pareciese una redundancia hablar de crisis en la universidad.
Preferimos aludir a la crisis perpetua de la universidad. Esta institución es, en sí, una matriz de crisis en todo sentido (epistémico, ético, teórico, conceptual, paradigmático, metodológico, etc.) y no sólo económico. De manera precisa la universidad pública en América Latina y en Colombia atraviesa por una crisis, la que oficiosos analistas reducen a lo económico, financiero o presupuestal y dejan de lado otros componentes de esa crisis que es estructural, total u holista. Son esos mismos “intelectuales” que restringen la noción de pobreza a la posesión o no de ciertos bienes y soslayan de la misma, tal vez la más grave, que consiste en la pobreza espiritual, aclarando que lo espiritual no es sinónimo de religiosidad. La crisis pues no es solo económica.
En los meses de octubre y noviembre de 2018 Colombia presencia un importante movimiento de protesta contra la estructural asfixia presupuestal que azota a las universidades públicas desde hace varias décadas. Tal situación se ha agudizado desde la imposición del modelo neoliberal por parte de los distintos gobiernos de derecha y ahora, la extrema derecha se empleará a fondo en la tarea de estrangular más, a las universidades públicas. El gobierno nacional liderado por el presidente Iván Duque Márquez (2018-2022) acucioso vocero de esa extrema derecha representada por élites mafiosas que “refundaron el país”, está dispuesto (así lo ha demostrado en estos primeros meses de gobierno) a imponer su programa de gobierno que, en esencia, va contra la vida.
Lo anterior tiene lugar en un contexto internacional en el que la Unión Europea exhibe su crisis de liderazgo en todo sentido, donde nuevas potencias se consolidan (China, India, Paquistán y Brasil), el surgimiento de una nueva “guerra fría” entre la Federación de Rusia y Estados Unidos, y en el que el péndulo de la política en América Latina gira a la derecha después de gobiernos de izquierda (algunos) caracterizados por convivir con el neoliberalismo, el imperialismo y por adoptar políticas asistencialistas, corruptas, clientelistas y violentas. También algunos de esos gobiernos de izquierda solo tuvieron el gobierno, más no el poder. La política estadounidense impulsada por Donald John Trump favorece e impulsa ese giro a la derecha.
Por tanto, el contexto internacional y nacional para las justas luchas del mundo universitario colombiano, no podían ser más adversas. Máxime en un país como Colombia donde los principales voceros de los movimientos sociales son vilmente asesinados por quienes comparten valores y principios de aquella extrema derecha que, según la ocasión, cambia de rostro y de nombre. Es el mismo país ultramontano, pre moderno, confesional, intolerante, cínico, corrupto hasta sus tuétanos y asesino que se conmueve por un resultado desfavorable de su selección de fútbol y permanece indiferente ante la muerte de niños por hambre y el aniquilamiento de compatriotas que buscan condiciones de vida distintas a las ofrecidas por el statu quo.
En medio de tanta podredumbre, la universidad pública se alza como el último resquicio de decencia que le podría quedar a Colombia. La universidad, idílicamente es el lugar donde supuestamente se concentra la intelectualidad del país y de las regiones. La institución donde llega, pretendidamente, parte de la juventud a continuar su formación como seres humanos, ciudadanos e intelectuales críticos y comprometidos con los destinos de su país. El lugar donde el libre examen se impone sobre la alienación y la fe, el espacio para la libertad, el respeto, la convivencia, la civilidad y la mayoría de edad. Por ello, las derechas (la extrema y la modernizante) y también algunas “izquierdas” ven con sospecha, desconfianza y desprecio a la universidad pública y una forma de someterla es por la vía de la desfinanciación.
En respuesta a las masivas protestas de la comunidad universitaria a nivel nacional (estudiantes, docentes y trabajadores) el presidente Duque Márquez anunció que durante su gobierno las transferencias para funcionamiento de las universidades públicas crecerían en un IPC más tres puntos para el año 2019 y cuatro puntos en los siguientes años de su gobierno, a lo que se sumaría otros recursos por valor de 1,2 billones, además de la incorporación de excedentes de cooperativas estipulados en la reforma tributaria de 2016 y probablemente regalías para mejorar la infraestructura. El anuncio en sí es bueno, falta ver si cumple. Pero en el hipotético caso de que cumpliera, tales recursos son insuficientes frente a la magnitud del problema. Ante la persistencia de las expresiones de protesta, el mencionado funcionario en un taller “Construyendo País” en Leticia (Amazonas), realizado el 9 de noviembre, espetó “…que el Gobierno no tiene recursos adicionales a los que ya se definieron con los rectores de las universidades públicas del país”.
Se trata, por parte del gobierno, de paliar un cáncer con un acetaminofén. La explicación del gobierno para tan pírricos aportes radica, supuestamente, en el déficit fiscal que, dicho sea de paso, año tras año se intenta subsanar con “estructurales” reformas tributarias, las cuales nunca serán suficientes para resolver el déficit fiscal mientras no se corrija la desafiante y desbordada corrupción en todos los niveles. Y, siendo un gobierno de extrema derecha, no es precisamente la educación pública una de sus prioridades. Supusimos estúpidamente que, tras la firma del acuerdo de paz entre el anterior gobierno (Santos Calderón 2010-2018) y las Farc, algo del exuberante presupuesto destinado a la guerra, en lo sucesivo iría a los rubros de educación y salud.
Si por algo se conoce a este gobierno en los pocos meses que lleva (Duque Márquez 2018-2022) es por su falta de decencia. Adecúa los requisitos al perfil de fanáticos personajes del Centro Democrático para ocupar cargos en la administración pública. Hace del servicio diplomático un botín para nombrar en el mismo a curtidos oportunistas que, en la recta final de la campaña para la presidencia, le anunciaron su apoyo. Igual que su mecenas, hace de la gestión de gobierno un espectáculo circense de quinta categoría. No trepida al tomar decisiones en sentido opuesto a lo prometido en su condición de candidato. Busca, obstinadamente, la impunidad para miembros de la fuerza pública comprometidos en delitos de lesa humanidad y violación de derechos humanos.
Así que el movimiento universitario tiene ante sí una extensa y dura lucha. Se trata de la acumulación de crisis precedentes. Solo que en esta ocasión ha tocado fondo. Nadie, razonablemente, puede desconocer la responsabilidad de los gobiernos en la presente situación. Da la impresión que ni los mismos que “refundaron el país” a punta de motosierra ignoran la gravedad del caso. Se había vuelto recurrente que, ante cada agravamiento de la crisis, se le ponía una cataplasma y las universidades continuaban funcionando en medio de dificultades. En consecuencia, la mayor parte de la responsabilidad en la crisis financiera de las universidades públicas en Colombia recae en los gobiernos pasados y en el presente por su falta de seriedad y voluntad política para superar ese problema.
En esas condiciones el gobierno de Duque Márquez (2018-2022) con sus políticas neoliberales es una variable de la crisis de las universidades públicas colombianas. No es el único componente de la crisis estructural, total u holista que se cierne sobre las instituciones universitarias. En el seno de las universidades se desarrollan otros factores de esa crisis no menos letales y graves que de manera lenta, segura y dolorosa las llevan a su ruina total. Sobre esos factores generalmente nadie se expresa. Una de esas variables o aspectos de la crisis está compuesta por un sector del estudiantado universitario colombiano presumiblemente comprometido con el narcotráfico que aprovechan los espacios universitarios para el porte, consumo y tráfico de estupefacientes con lo cual le hacen el juego a las derechas para desprestigiar a la totalidad del movimiento estudiantil universitario.
Me refiero al lumpen que, contradictoriamente se identifica con las izquierdas. Ya lo dijo el mismo Rodrigo Londoño Echeverri (Timo) que las izquierdas y las revoluciones son incompatibles con el narcotráfico. Y tiene razón, ninguna revolución izquierdista en el mundo ha sido exitosa de la mano del narcotráfico. Este lumpen abusa de lo público, se torna agresivo al creer que se les viola un derecho cuando se les cuestiona su proceder dentro del recinto universitario. De ese modo, violan los derechos humanos de los no drogadictos. Los daños ocasionados a los inmuebles de las universidades suelen ser considerables y, según sus propios compañeros, son sujetos “ingraduables”. Esas son formas de incidir en la ruina y la privatización de las universidades, luego entonces, son parte de la crisis.
Ese mismo lumpen, como parte de su identidad, intimida al personal de vigilancia (incluidas las mujeres), desprecian a sus compañeros no adictos, se oponen a cualquier tipo de acuerdo (todo o nada), en la suscripción de acuerdos imponen la impunidad a sus actos, desafían y amenazan a las autoridades académicas y administrativas de las universidades, se resguardan en los recintos universitarios para ponerse a salvo de la acción de las autoridades civiles y de policía. En algunas universidades suelen contar con la anuencia y beneplácito de rectores, vicerrectores y decanos “demócratas” y “humanistas” quienes coinciden con el lumpen en el sentido de explicar su condición de drogadicto como “un problema de salud pública” o “el libre desarrollo de la personalidad”. A lo anterior se suma la indiferencia de algunos docentes.
Resulta gratificante que la mayoría de la población universitaria colombiana no es lumpen. En algunos casos ha deslindado campos de acción con aquellos sectores minoritarios comprometidos con el narcotráfico y eso hace a esa mayoría respetable, digna en su lucha, creíble su discurso, coherente. Nuestro apoyo incondicional, respeto y admiración a esa mayoría de jóvenes. El lumpen no nos puede ofrecer “una segunda independencia” primero tiene que independizarse de las drogas. Su participación en las marchas de protestas es el desprestigio de las mismas. Corresponde a esa inmensa mayoría de universitarios colombianos (algunos intimidados) hacer una autocrítica y asumir posiciones claras sobre el particular para que las derechas no generalicen y los criminales golpeen.
El narcotráfico hace parte de la crisis de la universidad colombiana. Reitero, la crisis no solo es económica. En la Universidad de Antioquia y en la Universidad del Tolima (para solo mencionar dos casos) por las vías de hecho el narcotráfico ha creado una especie de institucionalidad paralela con la complicidad tácita (en unos casos) y explícita (en otros) de algunos actores universitarios que, desde una muy peculiar idea de “autonomía universitaria” subastan lo público. El narcotráfico es miseria, atraso, violencia. El narcotráfico tiene agenda propia en las universidades. La discusión sobre el narcotráfico como parte de la crisis de la universidad colombiana, tiene que ser de naturaleza ideológica. Tanto algunos estudiantes no vinculados al narcotráfico como los sindicatos de las universidades de manera sospechosa no deslindan campos con aquellos sectores lumpenizados.
Otro componente de la crisis de las universidades públicas colombianas, aparte de los mencionados, son algunos docentes que con sus prácticas de manera directa e indirecta lentamente las arruinan. Siendo apoyados por las universidades públicas para cursar posgrados, se emplean en universidades privadas sin renunciar a las públicas. De ese modo, la universidad pública termina subsidiando a la universidad privada. Docentes que, estando en posesión del título de doctor o doctora, no adelantan proyectos de investigación y más bien rumiando esperan la pensión. Docentes que a pie juntillas usualmente defienden a colegas, cuyos comportamientos, parece ser, rayan en lo delictuoso. Docentes que le huyen a la docencia y, probablemente, buscan pertenecer a numerosos comités. Docentes ruines que, en ausencia de sus colegas (a mansalva y sobre seguros), barren, limpian y trapean el piso con la dignidad, la honra y el buen nombre de aquellos. Docentes con tales peculiaridades hacen parte de la crisis en la vida universitaria.
El clientelismo se suma a los anteriores componentes de la crisis de la universidad pública colombiana, expresado en el crecimiento exponencial de funcionarios (nóminas paralelas), como forma de pago a apoyos políticos en la competencia por las rectorías. En ese mismo sentido es perceptible la conversión de recién graduados (no siempre idóneos) como docentes ocasionales, parte de ellos sostenidos por el nepotismo o las simples cadenas alimenticias que se registran en algunas unidades académicas. ¿Cómo son los sistemas de contratos de obras civiles? Seguramente en este sentido, la universidad pública colombiana no escapa a las influencias del contexto y algunos rectores parecen haberse convertido en funcionarios subalternos de las gobernaciones. A juzgar por el acomodamiento a cada circunstancia, pareciese que las conductas expuestas contaran la anuencia de esa cueva llamada ASPU.
Abordar de manera sensata la crisis perpetua de la universidad supone reconocer que la crisis no es solo económica. Mientras en el seno de las universidades no se resuelva los otros componentes de su crisis, ningún presupuesto será suficiente. La crisis será perpetua. En las universidades públicas la asignación de la labor académica es tal vez el mayor desangre económico de las instituciones. Mientras algunos docentes de planta se rehúsan a cumplir cabalmente sus funciones (especialmente en materia de docencia directa), las instituciones se ven obligadas a sobrecargar de manera infrahumana a los docentes ocasionales y a incrementar el número de contrataciones. Pareciese que funcionarios de distinto nivel en constante campaña por las rectorías se prestan a este tipo de trapisondas.
En mi condición de docente universitario hago un llamado a potenciar la lucha universitaria y, paralelamente, a reflexionar (ese es el objeto de este escrito) no solo sobre la crisis económica de la universidad pública colombiana, sino también sobre otras crisis, algunas de ellas expuestas aquí de manera somera; advirtiendo que las universidades públicas en Colombia no solo atraviesan por una crisis financiera. También les carcome una crisis de identidad, de legitimidad y de reconocimiento. La universidad pública colombiana no puede seguir siendo el pantano en el que se reproducen sicofantas, fantoches y tartufos quienes, en sus escasos momentos de “lucidez” solo exhiben ese mundo de carencias de donde provienen.