El mayor logro de la guerra en Colombia es el hábito de la guerra. Es el hecho de que la vida de muchos ciudadanos se ha acondicionado tanto a la estructura social y cultural que ésta ha cimentado, que el sólo hecho de pensar en la construcción de otras dimensiones posibles suele verse como una artimaña falsa, mentirosa, tanto más descabellada como escandalosa. Y no hablo de quienes se nutren y viven de la guerra que sobradas razones tienen para que se mantenga y antes se fortalezca el conflicto armado. Me refiero a aquellos que la padecen, indirectamente en las grandes y medianas ciudades. Directamente en los pequeños municipios y en el campo.
Una sociedad amoldada en la cultura de la guerra suele ser reticente al cambio, sobre todo porque la desborda el pesimismo y la incertidumbre, amén del miedo y la desesperanza, y porque al haber generado sus dinámicas históricas en medio de la confrontación armada, no logra dimensionar otras realidades posibles de desarrollo humano. En muchos casos lo desconocido se recibe con miedo, con desconfianza, se rechaza o se ataca.
Sin embargo, el problema no reside tanto en el hecho de que muchos ciudadanos piensen que salir del lodo del enfrentamiento armado sea imposible, como en su indisposición al menor sacrificio por aportar siquiera a la idea de la paz, porque se oponen a ella y porque no la desean. Además de la costumbre de la guerra, lo más lamentable que ha dejado el conflicto armado es el endurecimiento de los corazones.
Un corazón endurecido por la retórica de la guerra se inventa excusas para decir que la paz es un imposible en Colombia, que los bandidos y terroristas jamás cederán a sus pretensiones de tomarse el poder por las armas y que por lo tanto hay que responderles con la contundencia del fuego. Pero entonces, cuando observan avances concretos de reconciliación, disparan el halito del pesimismo para decir que en caso de darse acuerdos, éstos estarán necesariamente plagados de impunidad, de traición a la patria. Otros dirán que un posible acuerdo con los terroristas en nada hará cambiar el rumbo de las cosas, que todo seguirá igual y que la violencia continuará su curso como siempre, que se crearán otros odios que gestarán nuevos grupos armados y así hasta el infinito absurdo. Los que se han alimentado de la guerra infundirán entonces la consigna de que “Paz sí, pero no así”, porque para ellos lo que importa es el protagonismo de quien posee el poder político. Los que siguen a estos patrones del rencor creen entonces que importa más quién lidera el proceso de paz que el proceso en sí; pasan al plano del ataque personal hacia los líderes del proceso de paz, desconociendo o ignorando sus avances concretos, así como el apoyo absoluto del mundo entero a este hito histórico sin antecedentes en nuestro país.
El amoldamiento a la guerra y la aceptación de continuar el conflicto armado por parte de un grueso enorme de la sociedad colombiana no significa necesariamente que se esté dispuesto a hacer sacrificios directos por la causa de la guerra. Porque está claro que un corazón endurecido por la retórica de la guerra es un corazón cobarde: defiende a todo nivel la continuidad del combate armado en Colombia, sea desde el extranjero o desde su posición social y económica privilegiada, sabiendo de antemano que estará exento de toda posibilidad real de empuñar un arma y adentrarse a morir en el fragor inclemente de la jungla. Sabe, desde su burbuja de bienestar, que son los campesinos, los hijos de madres humildes, los hijos de la Colombia marginalizada y empobrecida, los que pondrán sus vidas a la causa cada vez más absurda y enferma de “exterminar a los terroristas”. Un corazón que defiende que otros vayan a morir a una guerra insensata es un corazón enfermo que debe ponerse en tratamiento. Querer y desear la guerra corresponde a una de las manifestaciones más cobardes y aberrantes del ser humano.
Quienes conocemos acerca de los procesos históricos y sociales por los que ha atravesado Colombia en los últimos doscientos años, quienes hemos estudiado los fenómenos de violencia nacional y además hemos seguido este proceso de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC, podemos llegar a comprender mejor la enorme trascendencia del fin de las FARC como grupo armado, cuyo accionar bélico ha dejado por décadas una estela de muerte y zozobra en todo el territorio nacional. Entendemos este proceso de paz como el comienzo de la ruta de una Colombia diferente, una Colombia que seguirá trazando el camino del acuerdo y el entendimiento en medio de las enormes diferencias entre todos, en vez de la tortuosa manigua de venganza y rencor.
Está claro que quienes rechazan la idea de la paz, no sólo no conocen de los procesos históricos y sociales por los que hemos atravesado al menos durante los últimos setenta años, sino que han dejado sentado, a través de sus alegatos insensatos y sus proclamas incendiarias, que no tienen la más remota idea del momento histórico por el que atraviesa Colombia a raíz de este proceso de paz. Como es tan largo y difícil educar para la paz, sólo les quiero dejar dos consignas elementales, que deberían ser incluidas en el próximo plan de lectoescritura de primer año de educación primaria:
Es mejor un país en paz que un país en guerra.
Es mejor intentar la reconciliación para construir una Colombia digna que continuar el combate sangriento para que Colombia siga siendo más embrutecida, más empobrecida y más miserable.
Entonces, el gran reto para una Colombia en paz consiste no sólo en lograr que los grupos violentos se desarmen. Más titánica es la tarea de desarmar los corazones del odio, miedo, pesimismo e indiferencia. Creo que es posible. Creo que todos los colombianos podemos corresponder positivamente al ejemplo de las acciones concretas, más que a los discursos. Este ejemplo concreto del acuerdo logrado en La Habana el 23 de julio sobre el cese al fuego y las hostilidades de manera bilateral y definitiva, y el desarrollo paulatino de todos los puntos acordados, hará posible la creación de nuevas condiciones para replantearnos nuestra cosmovisión de país; para pensar que sí se pueden alcanzar metas que creíamos imposibles. Solo así comenzaremos a transitar los caminos de la otra Colombia: la Colombia en paz que jamás hemos conocido. Entonces lo habremos logrado.