¿Cómo hacen el amor los puercoespines? “Con mucho cuidado”, terminaba uno de mis profesores más apreciados. El chiste era viejo pero subrayaba de alguna forma el misterio en la cópula de los animales y la prudencia que debemos tener al realizarla. Sin llegar a la frialdad recomendada por Lord Chesterfield en Cartas a su hijo (1774) cuando precisaba “El placer es fugaz, la posición ridícula y el trabajo arduo”. Anotemos de paso que su hijo no siguió todos los consejos del lord británico pues murió joven luego de casarse en secreto con una mujer humilde que no cumplía las expectativas del padre. Y con ella tuvo dos hijos menospreciando así la ridícula prevención de su antipático progenitor, falaz escritor de frases brillantes. Todo esto es un culebrón inglés del siglo XVIII pero sí hay que tener algún cuidado con los gozos peligrosos de la vida. La evolución lo sabe desde hace mucho tiempo.
Para organismos vivos primitivos la reproducción más simple era la más eficaz. Sencillamente se replicaba el material genético, se separaba la célula madre en dos y… ¡abracadabra! comenzaba la existencia otro ser. Esto se llama reproducción asexual. No es sino una clonación natural que la vida inventó mucho antes de la famosa oveja Dolly. Esta vía reproductiva funciona bien para las bacterias pero no para las ovejas: Dolly vivió solo un poco más de seis años, la mitad de la vida natural para su especie, muriendo con dolorosa artritis y cáncer pulmonar similar al carcinoma bronquioloalveolar humano. Podemos suponer entonces que la clonación o reproducción asexual, a pesar de toda la ciencia ficción escrita, no nos va a llevar a ningún Pereira (sin doble sentido, mis estimados risaraldenses) a los humanos que somos aún más complejos y delicados que las ovejas.
En los animales, plantas y hongos donde puede observarse reproducción asexual y sexual “opcional” se encuentra la primera, asexual, cuando el ambiente es favorable y los nutrientes abundantes. En ese caso el gran número de individuos replicados se aprovecha de las circunstancias fáciles y asegura la sobrevivencia de la especie. Cuando la cosa se pone dura (de nuevo sin doble sentido) la evolución prefiere paradójicamente la más difícil reproducción sexual. ¿Por qué?
Reproducirse sexualmente exige desarrollar células especiales, gametos, que con la mitad de nuestros genes se unan a otra similar dando lugar a un individuo nuevo con ambas mitades, paterna y materna. Platón en El Simposio dará exquisita forma literaria a la intuición, confirmada por la biología, que somos dos mitades unidas. Más tarde se especulará sobre el amor dando lugar a lo de la “media naranja”, el “tú me completas”, etc. Pero no estamos discutiendo el amor sino la reproducción animal que son dos cosas distintas a pesar de novelas y películas románticas escasamente científicas. Aunque el ABC de España nos trae una preocupante nota titulada Los hijos pueden parecerse a la pareja anterior de la madre (y sin infidelidad) (01/10/2014). Tranquilos, es una investigación en moscas no en humanos.
Las especies más evolucionadas de animales han escogido la difícil reproducción sexual porque ella permite cambiar y combinar información genética, en gametos al prepararlos o entre individuos al aparearse, y no simplemente replicarla. Es una estrategia con riesgos como lo demuestran muchas enfermedades genéticas. Pero así la especie in toto tiene más probabilidades de sobrevivir ante las exigencias del impredecible medio ambiente. Es como un barajar y dar de nuevo en un peligroso juego de cartas que ciertamente podemos perder.
El preparar, preservar e intercambiar gametos exige unos complejos órganos sexuales. Ante la variedad y belleza de los genitales de animales podemos gritar como en un concierto: ¡Se lució Evolución, se lució! Recomiendo un artículo de BBC Earth titulado The Twisted World of Sex Organs (El torcido mundo de los órganos sexuales) por su lúcida discusión del tema e increíbles fotos. Subraya para los machistas “La forma de los penes varía desde pequeños y delicados a grandes y poderosos”.
En cuanto a ese órgano masculino que tantas preocupaciones y placeres causa hay una curiosidad evolutiva. La mayoría de los mamíferos tienen un huesito en el pene, no huesote ni descrestador, llamado os penis o báculo (bastón en latín) para ayudar en la erección y fertilización. Pero los humanos no lo tenemos, suscitando interesantes explicaciones. Un profesor de biología y literatura bíblica cree que esa ausencia dio lugar al mito, en la segunda narración de la creación del hombre del Génesis, que Dios quitó una “costilla” al varón para hacer la mujer. El rafe escrotal sería la cicatriz de esa antiquísima cirugía (Cabinet, winter 2007-2008). Nuestra “costilla” perdida, la mujer (sin ofender, compañeras, es mito) correspondería a nuestro desaparecido os penis. Desde entonces amamos sin “báculo”, solo atraídos por nuestra pareja y sus encantos.