La reforma constitucional de 1991 abrió las puertas para la destrucción del aparato de justicia. La Asamblea Constituyente tuvo la infeliz idea de acabar la separación entre el poder judicial y la política al permitir la injerencia del Congreso en la conformación de las altas cortes. El sistema existente hasta entonces había funcionado bien pero en una actitud muy colombiana, se propusieron desmontarlo para ensayar otras alternativas. La justica quedó politizada estableciéndose un impúdico tráfico de favores, nombramientos y prebendas entre el poder legislativo y el judicial.
En este contexto ciertos magistrados de aquellas cortes se entregaron a la avilantes y la codicia. El llamado “Cartel de la Toga” en la Corte Suprema tendió sus tentáculos golpeando de manera irreparable la confianza en los altos jueces de la república. Y ahora, frente a recientes actuaciones de la sala penal en el caso Cepeda-Uribe, queda la idea de que otros integrantes de la jurisdicción perdieron el norte por razones distintas. Como lo han advertido diversos analistas, lo que ahora presenciamos es la judicialización de la política.
Es precisamente cuando los colombianos afrontamos el desafío de restañar las relaciones sociales rotas por los enfrentamientos políticos; cuando estamos en vísperas de posesionar un gobierno comprometido con la construcción de armonía y una agenda nacional de convergencia, que desde la Suprema llega el bombazo. El artefacto explosivo tiene la forma de llamamiento a indagatoria contra Álvaro Uribe, y aunque la solidez de la medida es discutible el daño queda hecho. Con el pulso planteado el país se incendia y amenaza consumirse la conflagración.
Como salta a la vista la providencia que vincula procesalmente al expresidente se alinea con el interés de unos opositores que a partir del 7 de agosto acudirán sistemáticamente a la agitación y la movilización. Es la estrategia que han escogido para mantener su vigencia y acceder al poder.
Encausar sin garantías a quien lidera el partido de gobierno,
y comanda una agrupación que obtuvo el voto mayoritario en franca lid,
constituye una peligrosa afrenta para la democracia
En materias judicial y disciplinaria esa oposición tiene las cosas claras. Si lo considera conveniente acude al sistema local de justicia y propicia que ciertos magistrados den rienda suelta a sus pasiones. Pero en otras ocasiones hace lo necesario para ponerse a salvo de aquellos togados. Por eso Gustavo Petro luchó por sacar hacia tribunales internacionales algunos asuntos disciplinarios o judiciales que lo vinculan.
El proceso contra Uribe debería ser el más ecuánime e imparcial de cuantos se han tramitado en Colombia. Encausar sin garantías a quien lidera el partido de gobierno, y comanda una agrupación que obtuvo el voto mayoritario en franca lid, constituye una peligrosa afrenta para la democracia.
Pero lo que va quedando claro por ahora es el tufillo del prejuicio y del sesgo. Para comenzar toda la información relevante fue filtrada a los medios de comunicación aún antes de que el imputado fuera notificado de los procedimientos en marcha. Quizá se tuvo el propósito calculado de colonizar con antelación la consciencia de los colombianos y el ánimo de los juzgadores. Acaso también se perseguía asestar un mandoble anticipado a la capacidad de gestión del nuevo gobierno.
La cuestión no para ahí, previamente se había negado al exmandatario la posibilidad de ser oído en versión libre. Esa medida es de común aplicación en el ámbito penal y en general solo se deniega es a los criminales confesos o apresados en delito flagrante. La actitud de la sala es compatible con la animadversión que miembros suyos habrían denotado en el pasado contra Uribe, circunstancia que debió llevarlos a declararse impedidos.
Una trama de manipulaciones, engaños, grabaciones ilegales,
donde lo único claro es la existencia de unos individuos
deseosos de venderse al mejor postor para obtener beneficios judiciales
Luego conoceríamos ese tanque de porquerías que es el acervo probatorio. Una trama de manipulaciones, engaños, grabaciones ilegales, intereses torcidos, donde lo único claro es la existencia de unos individuos deseosos de venderse al mejor postor para obtener beneficios judiciales. Y todo brota de un sistema penitenciario putrefacto en el cual se permite que los reclusos trafiquen con pruebas y testimonios; dialoguen al aire con los medios de comunicación; sean confidentes de jueces y magistrados sin que sus palabras sean sometidas a un escrutinio mínimo.
La situación que comentamos no solo dejará como herencia una gobernabilidad comprometida y una sociedad crispada. Los tambores de guerra que truenan en el Centro Democrático podrían impulsar un juicio contra esos magistrados que con su proceder están dejando toda clase de dudas. Esto sin contar las acciones disciplinarias que seguramente se recabarán de la Procuraduría. Y allí sería la Troya institucional: sanciones y destituciones contra los altos jueces no ya por míseras razones económicas, si no por ceder ante los cantos sibilinos de la política.
La conclusión que surge de los hechos analizados puede sonar a refrito. Debe hacerse algo contundente y rápido para reformar la justicia. Acabar con los caminos que permiten su politización es desafío inaplazable. Ojalá el presidente Duque y su ministra Gloria María Borrero quien con tanta seriedad ha estudiado estos temas, cojan el toro por los cuernos. La vía expedita sería la del referendo. Un referendo tanto o más importante que el orientado a derrotar la corrupción. Y es que los corruptos tampoco podrán erradicarse si no contamos con la capacidad de dictar justicia.
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