Casi todas las semanas (por los menos todos los meses) se presentan en el país sonados casos de corrupción que comprometen a altos funcionarios del Estado y del Gobierno. Casos tan trillados en la cotidianidad que hacen parte del color local, pero que merecen erradicarse del comportamiento de la dirigencia en particular y de la sociedad en general. Asimismo, explicaciones o justificaciones tan estúpidas, insólitas o macondianas que dejan a la imaginación en pañales ante tanta elucubración y lucidez por su grado tan exótico de respuestas.
Ministros que no saben cómo se hicieron contratos y licitaciones sin los requisitos necesarios para los fines previstos; personajes de la política apareciendo con cuentas en los paraísos fiscales para evadir impuestos; en fin, un sinnúmero de personas que no han respetado los principios y valores éticos que cualquier servidor público como mínimo debe cumplir. Personas “ilustres” o “gente de bien” como se autodenominan que solo han buscado amasar fortunas sin mirar las consecuencias y las injusticias que les cometen al pueblo.
Estamos asistiendo a la gran comedia humana del cinismo, de esos que después salen a darse golpes de pecho haciendo alusión a su prístina honestidad. Tal vez esos casos son la muestra de la descomposición moral, ética y social que se presenta en la humanidad, pero más concretamente en nuestra nación.
Luego de esto, miremos la siguiente película y analicemos lo que tienen en común para ver quiénes son los pecadores: Emilio Kesler lanza una sonrisa cuando pasa soterradamente el billete de veinte mil pesos al agente de tránsito, después de haberse volado un semáforo y de ser detenido. No tuvo en cuenta si los peatones pasaban en ese momento o si venían otros autos por la calle para cometer la infracción, tampoco tuvo reparo al pasar el billete. Total, le daba lo mismo; él podía ofrecerle a cualquier agente de tránsito o de policía los billetes con tal de que lo dejaran tranquilo. No le importaba si era ético o no lo que hacía.
En otra escena de esta película cotidiana en el país, Pedro Oyola Escudero es un desempleado desde hace mucho tiempo. El día de las elecciones para la escogencia del nuevo alcalde recibía la suma de cincuenta mil pesos y una botella de ron para votar por uno de los candidatos.
Hace unos años, la Contraloría General de la República de Colombia abrió un proceso de responsabilidad fiscal por $4 billones de pesos contra 34 presuntos responsables por los daños generados por fallas en la planeación y ejecución del proyecto de la represa Hidroituango que se construyó sobre el río Cauca en Antioquia. Igualmente, “La constructora Odebrecht hizo pagos millonarios en calidad de sobornos para poder quedarse con concesiones en Latinoamérica y el mundo.
Durante más de 15 años, la firma entregó plata e inmuebles a gobernantes, partidos políticos, empresas y personas naturales, relaciones que le significaron ganancias y contratos multimillonarios. En total, entregó 788 millones de dólares en coimas a funcionarios en Angola, Argentina, Brasil, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Mozambique, Panamá, Perú y Venezuela”.
Aparentemente esta ilustración, algunas sacada de la ficción y otras de nuestra cotidianidad, no es más que la evidencia de una realidad vivida en cualquier contexto del país y el mundo. El soborno, la corrupción, el boleteo, el carrusel, la mordida, la coima o como se denominase cualquiera de sus manifestaciones parecieran ser inherente a la condición del ser humano. Sin embargo, esto no se podría ni afirmar ni negar categóricamente, porque, aunque existan evidencias a través de la historia, sería difícil demostrarlo. Tal vez sea un problema estructural de todas las sociedades o quizás hace parte de la cultura del dinero fácil. No lo sabría afirmar. Pero, de que existe, existe.
Entonces, si se analizaran las narraciones anteriores, sin ahondar, y poniendo un poco de sentido común al problema nos daríamos cuenta que son comportamientos generalizados y ya hacen parte de una cultura en contravía de los principios éticos y morales elementales de cualquier sociedad.
¿Pero se tendrá que soportar inclementemente la corrupción como si fuera la esencia de nuestros comportamientos o el pan nuestro de cada día? ¿Cómo combatir ese flagelo mundial que permea todas las instancias públicas y privadas?
Algunas alternativas están supuestamente en la educación y en la defensa de una cultura de la honestidad, del respeto y el servicio desinteresado al prójimo ¿Pero, qué educación y qué cultura? ¿La de la ilegalidad, la compra de votos, el traqueteo, la extorsión, el boleteo entre muchas otras manifestaciones corruptas cotidianas que se presentan, especialmente en este país del Sagrado Corazón? Estamos en una encrucijada que merece autorreflexionar como individuos y como sociedad. La corrupción hace que los intereses particulares primen sobre los de la comunidad, debilitando los principios de civilidad, convivencia, moralidad y de ética ciudadana.
Por otra parte, para argumentar lo anterior, se recoge lo expresado por el señor Armando Montenegro con cifras contundente de Transparencia Internacional. Grosso modo manifestaba hace ya algunos años:
“En 1997, Colombia, en medio de sus legendarios escándalos políticos, fue considerado el tercer país más corrupto, medalla de bronce, entre los 52 países que eran objeto del estudio de Transparencia Internacional (con innegable exageración, un conocido reporte de esos años hablaba de que Colombia se había convertido en una cleptocracia). De ahí en adelante la situación mejoró. Y en 2003, en el estudio de Transparencia que ya abarcaba a 133 países, Colombia ocupó el puesto 59, cerca de la mitad de la tabla”.
Asimismo, este señor hacía alusión a otros informes tales como que “En 2005, por ejemplo, Colombia ocupó el puesto 55 entre 155 países. Y desde entonces, año tras año, el país ha perdido 39 posiciones”. Además, señalaba que “2012 Colombia ocupó allí el puesto 94 entre 174 países. No sólo apareció entre los corruptos de América Latina, cerca de Argentina y México, sino que superó a países reconocidos por sus problemas en esta materia, como China y Zambia”.
Luego entonces, debido a esa realidad muchos de los corruptos del país estarán luchando por ganarse la medalla de oro y ocupar el primer puesto para mancillar el nombre de un país supuestamente rico y desarrollado, pero no progresista. Colombia viene acrecentando, en el contexto mundial, índices de corrupción que nos llenan de zozobra y escozor, no obstante, los muchos controles que realizan los entes encargados de velar y cuidar los bienes del Estado.
Por último, es bueno expresar que el incumplimiento de un Estado y sus gobernantes con sus compromisos sociales permite que entre muchos exista la idea de que no importa “cuánto se robe si se hacen obras” de cualquier índole. De lo cual se colige que la actitud de connivencia con la corrupción puede interpretarse como una anuencia al ilícito. Justificación que deslegitima el fortalecimiento de las instituciones democráticas en un país donde el adecuado cumplimiento de las normas se mira como algo completamente raro.