En el terremoto de 1999 muchas edificaciones se derrumbaron en Armenia. Se comentaba entonces que la mayoría de ellas habían sido construidas por el reconocido arquitecto Jesús Antonio Niño Díaz, a quien la malicia popular le llamaba Niño “Arenas”, dizque porque el concreto que ordenaba tenía demasiada arena y poco cemento. Quizás también la varilla de hierro también era inferior a la requerida.
Pero ahora en Colombia no se trata de simple observación sobre un hecho particular sino de investigar a fondo qué viene sucediendo con las megaconstrucciones, aquí gigantes, pero minúsculas comparadas con otras de diversas partes del mundo. La cantidad de muertos no le importa sino a los familiares; para el Estado, los empresarios y la gente no doliente es algo normal. Sin embargo, es muy preocupante que con frecuencia se estén cayendo edificios y puentes, unos recién terminados y otros en proceso de construcción.
Sobra enumerar los casos, pues la opinión pública conoce lo ocurrido en Medellín, en Cartagena y recientemente en la vía Bogotá-Villavicencio. Tratando de defender a los constructores del puente derrumbado de Chirajara, el congresista Rodrigo Lara afirmaba: “es que ha llovido mucho y allí existen fallas geológicas”. En Japón y China también llueve y hay fallas geológicas, pero las grandes obras de ingeniería civil siguen en pie; de modo que esa explicación es paupérrima, por no decir risible.
Las preguntas apuntan a otros innumerables factores: ¿se hizo el estudio responsable de la geología y la sísmica del lugar?, ¿el diseño de la obra respetó las leyes de la física y las normas sobre estructuras de la Ingeniería civil?, ¿se disminuyó la cantidad de materiales con el fin de poder pagar las coimas ofrecidas?, ¿se construyó sin prevenir nada solo que en caso de fallar la obra, mucho mejor, porque vendría la reconstrucción? Muy grave sería que los ingenieros hubieran modificado irresponsablemente las normas de calidad o que a alguien por conveniencia personal se le haya ocurrido disminuir los costos para que quedaran excedentes con destino a sus bolsillos o a las campañas políticas.
En todo caso los colombianos tenemos que conocer la completa verdad sobre estos desastres y a los causantes de los mismos debe caerles encima el peso de la ley. Y lo mismo debe hacerse en otras actividades económicas como la minería y la agricultura industrial. La vida se antepone a todo: el pueblo guajiro no puede seguir padeciendo las consecuencias de la explotación del carbón, los santandereanos no pueden dejar contaminar las aguas permitiendo la megaminería aurífera en sus páramos como tampoco los chocoanos, los vallunos, los antioqueños, los caucanos, los quindianos y todos los colombianos en sus respectivos territorios. La palma africana no es el cultivo adecuado para las planicies cálidas de la altillanura oriental. Antes de establecer las plantaciones hay que escoger los cultivos más convenientes para cada región, previendo la evolución ambiental, sin improvisar y sin anteponer los rendimientos monetarios, pensando primero en los seres vivos y en la conservación de la naturaleza.
Tenemos derecho a conocer toda la verdad, completa, sin sesgos y sin tapujos y el Estado tiene la obligación de garantizarnos este y los demás derechos humanos.
El pueblo consciente de los daños causados por estas actividades a los seres humanos y al medio ambiente tendrá que obligar al Estado a frenar este desarrollismo irracional y destructivo.