El último gran novelista del siglo XX fue David Foster Wallace. En La broma infinita, el escritor distópico norteamericano ahonda, principalmente, en la cotidianidad de la estupidez. Es decir, para Wallace, el futuro sería un espacio de estupidez habituada y consentida a todos los niveles. La estupidez se distancia de otra clase de comportamientos humanos por su incapacidad crítica. El estúpido es, sobre todo, una nulidad, un ente sin identidad ni participación. Un nada.
Estoy convencido de que la sociedad actual (incluyéndome) está atiborrada de nulidades. Yoes sin criterio más allá que la somera narrativa que cada quien adopta para seguir existiendo. Terriblemente acomodados y seguros, los Yoes transitan un mundo sin ninguna clase de disruptiva, sin fisuras. En los conflictos de antaño, la prevalencia de los discursos éticos o ideológicos era fundamental. Hoy, la liquidez de toda aspereza radica en la transitoriedad del ego dolido, en el triste acto de defender la minúscula partícula de identidad que nos queda: el Ego. Así, se corrompe de Yo lo que fuera el todo, el grupo, el colectivo. Fue el colectivo lo que nos hizo humanos, lo que nos llevó a superar la glaciación y la explosión del Toba. Fue la percepción del grupo lo que desarrolló en nosotros las ficciones convencionales y, con ellas, nuestras verdades, relatos y narrativas. Lo nuestro. Con ello, la voluntad de adquirirlo, de poder sobre él. Y con la voluntad del poder, la voluntad del saber.
A diferencia de las narrativas del Yo, que son mera transitoriedad en la vastedad del Dios Olvido, las ficciones convencionales, los grandes relatos y discursos nos llevaron a cruzar fronteras inimaginables, adaptarnos al entorno y construir urbes y civilizaciones. Sin el grupo, el individuo está a merced de sí mismo, de sus propias soledades y su tendencia al aislamiento. ¿Cómo puede qué ser la sociedad más conectada en la historia de la humanidad se sienta tan abrumadoramente sola? Por la prevalencia del Yo. En este sentido, con la muerte del grupo muere, también, el otro, el ajeno con quien me identifico, y queda expuesto la narrativa personal que, a ciencia cierta, a nadie le importa. Con la muerte del otro, el Yo no tiene con quien identificarse, con quien aproximarse o aventurarse o legitimarse. El Yo queda cansado y solo, sin puentes que los elevan sobre sus propias separatividades. El Yo queda en un ensimismamiento insostenible, y al borde del colapso.
¿Hacia dónde va el Yo cuando el Otro ha muerto? Al cansancio. Y del cansancio del Yo a la nada; por cuanto la nada es el refugio final del cansando, como la muerte lo es del suicida. Con el paso de los años, ya no habrá ni siquiera relatos egoístas para contar, o voces, o voz. En las próximas décadas todo será tan inmediato que no habrá más que la confusión corrompiendo al silencio...