Dos reacciones me sorprendieron, cuando se publicaron noticias sobre los indicios de que la dramática situación de cientos de familias del Carmen de Bolívar podría deberse a un episodio psicológico colectivo, que se extendió paulatinamente durante varios meses, y no a unos efectos adversos de la vacuna contra el papiloma humano.
Una, la de quienes sintieron que decir que se trata de un fenómeno psicológico es ofensivo e irrespetuoso con las niñas afectadas y sus familias. Esto puede ser comprensible, como lo explica Rodrigo Córdoba, presidente de Asociación Latinoamericana de Psiquiatría, en la medida en que, cuando la prensa y las autoridades dicen que se trata de un fenómeno de “histeria colectiva”, la gente asocia la palabra histeria con simulación y teatralidad, e infieren algo así como que con ello se está acusando de engaño a las víctimas.
Otro factor a considerar es que, para algunas personas, es enigmático cómo cientos de seres humanos pueden caer presa al mismo tiempo, contagiarse, de algo como un episodio de histeria, y además presentando síntomas físicos, como desmayos o entumecimientos. Esto también es comprensible, puesto que no solemos estar bien informados sobre los antecedentes históricos ni sobre la ciencia de este tipo de fenómenos psicológicos colectivos.
Sin embargo, yo siento que la molestia casi automática de algunos también puede estar asociada a un tercer factor. ¿Será que esta reacción revela que, quizás de manera inconsciente, aún estamos estigmatizando a quienes padecen trastornos psicológicos?
Como lo dijo el ministro de Salud, Alejandro Gaviria, a su debido tiempo, una vez se obtuvo el dictamen científico del caso, el hecho de que la causa de las dolencias de las niñas de Carmen de Bolívar sea psicosocial no implica que sus dolencias sean imaginarias, ni que ellas no deban ser debidamente atendidas y asistidas.
Para desprendernos de los lastres estigmatizadores con los que acostumbramos referirnos a las alteraciones de la mente, debemos comenzar por reconocer y comprender la realidad de los fenómenos psicológicos y de las enfermedades mentales, tanto individuales y como colectivos.
Desafortunadamente, los colegios que tenemos hoy en día en Colombia parecen estar más concentrados en reproducir dogmas y fabricar seres sometidos a las estructuras tradicionales de poder, que en enseñar y difundir la ciencia, y que en inspirar en los niños y los jóvenes el amor por el conocimiento, el escepticismo racional y la duda metódica. Como quedó lamentablemente demostrado, hay colegios (e intuyo con tristeza que representan a la mayoría) cuyo principal acto de fe consiste en pasar por encima de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Constitución Política de Colombia, enarbolando con orgullo las banderas del matoneo institucionalizado contra quienes se atreven a dejar ver la luz de su diferencia por entre las grietas que la presión del sistema les ha abierto en el alma.
Tenemos que escuchar atentamente el susurro de dolor y desconsuelo que dejó tras de sí Sergio Urrego, para darnos cuenta del trágico y desesperanzador estruendo de la realidad que nuestros futuros ciudadanos viven, día tras día, en los colegios.
(Y por esta razón temo las consecuencias que pueda traer encerrar a nuestros niños y jóvenes en tal tipo de instituciones, aun por muy razonable que en principio suene la idea de la doble jornada escolar.)
La segunda reacción que me impresionó fue la de una madre que decía, literalmente, que estaba aterrada con tantos rumores sobre los efectos adversos de la vacuna, y que, ante tal incertidumbre, ella prefería no arriesgarse a vacunar a su hija.
Es importante reparar un instante sobre esa palabra, aterrada, pues revela el segundo fenómeno de contagio psicológico colectivo al que nos enfrentamos: una creciente deriva de la confianza en el Estado por parte de una ciudadanía cada vez más atrapada por las fuertes corrientes de su vulnerabilidad cotidiana.
Por eso, aquella reacción también es comprensible.
Porque aunque el Estado nos diga que la vacuna es segura, el que tenemos es un Estado que sistemáticamente nos maltrata cuando requerimos de sus servicios; particularmente los de salud.
Porque cuando interactuamos en la vida corriente con el Estado lo más probable es que esa interacción esté signada por la ineficiencia, la agresividad y la corrupción.
Porque todos los días vemos casos que nos muestran cómo el Estado que tenemos actúa principalmente en función de intereses privados.
Porque la prensa y los medios son más adeptos a esparcir rumores que a informar responsablemente, con rigor y profundidad científicos, sobre asuntos de tanta importancia; de vida o muerte, de hecho.
Esta, creo yo, es la lección más profunda del complejo y dramático caso de Carmen de Bolívar, una población trágicamente representativa del abandono histórico y del maltrato sistemático del que ha sido objeto la nación colombiana: cuando el Estado deja de proteger en condiciones de igualdad a todos sus miembros, la confianza queda a la deriva, y cuando la confianza queda a la deriva el mundo se hace aterrador.