En Colombia hay muy pocos políticos científicos, es decir: hay muy pocos políticos que hayan ejercido una carrera científica antes de ser políticos. De hecho, hay muy pocos políticos ingenieros. En la campaña presidencial pasada, uno de los candidatos se hacía llamar El Ingeniero, aunque no era ingeniero, sino negociante. En el pueblo en el que nací, Nemocón, también ocurrió el mismo fenómeno: un negociante se hizo pasar por ingeniero. Y es que los colombianos amamos a los ingenieros. Amamos a los ingenieros no porque seamos amantes de las obras y del ingenio para resolver problemas, sino porque creemos que es una carrera que ahuyentará la pobreza.
¡Chite, chite, de aquí! Por eso, el sueño de muchas familias de clase media es que su hijo sea ingeniero. Que, como ya lo dije antes, se traduce en quiero que mi hijo no sea pobre. Por lo tanto, un hombre que ha estudiado ingeniería en Colombia puede pensarse como un hombre que ha obedecido el mandato familiar de alejarse de la pobreza.
Desafortunadamente, y aunque parezca contradictorio, tener un título de ingeniero no te hace ingeniero. Estudiar una disciplina no te hace tener esa profesión, no hace que te ocupes en tu cotidianidad a esa disciplina o quehacer. Es más preciso decir que estos dos candidatos hicieron estudios en ingeniería, pero su quehacer son los negocios. Son, a fin de cuentas, dos candidatos que han obedecido los deseos populares. Semihéroes que hacen de sus títulos anzuelos electorales.
El quehacer y el estudio deforman la personalidad del individuo. Se es distinto una vez uno ha estudiado música, así como se es distinto una vez uno ha sido profesor. Aunque existen situaciones singulares, momentos particulares y puntuales de la vida donde el espíritu se deforma; la mayoría de las veces es el tiempo quien lentamente con sus aguas va limando nuestras personalidades.
Se puede decir que, aunque el estudio deforma, es, al ser más fugaz, una deformación más leve que el quehacer. El quehacer, al ser una actividad cotidiana y que perdura durante tantísimo tiempo, se convierte en una influencia más directa en nuestra personalidad.
En consecuencia, este par -como muchos otros tantos que fungen de académicos, ingenieros, científicos para conseguir réditos electorales- no tienen deformada lo suficiente la personalidad como para hacerse llamar científicos o ingenieros.
El quehacer científico se inclina por responder preguntas complicadas. Encontrar la vacuna a una enfermedad es un proceso largo: entender, probar, errar, volver a intentar, buscar en otra parte, tener en cuenta opiniones ajenas, volver a tomar pruebas, persistir en que se puede encontrar una respuesta a través del ingenio, verificar, formular hipótesis, fracasar, fracasar mejor.
Lo mismo ocurre con encontrar la prueba definitiva de un teorema o encontrar la forma idónea para transmitir electricidad dado que se tienen ciertos materiales y se está bajo condiciones adversas. La vida del científico tarde o temprano se ve permeada por este acto repetitivo y lento para hallar respuestas. La ciencia debe ser amiga de la paciencia y, asimismo, de la humildad. Una de las virtudes más hermosas que se nos enseña en ciencias es darnos cuenta de que no nos las sabemos todas.
Muchas veces caemos en cuenta de que el problema que tenemos ya lo tuvo otro. Reconocer que hay otro más experto que uno puede reducir años de investigación y dolores de cabeza. La máxima ante un problema científico -aunque esto mismo podría aplicar a lo artístico, filosófico, político, e incluso lo amoroso- es que ningún problema nuevo es lo suficientemente singular como para no haber sido rozado por alguna otra mente inquieta. Junto con la humildad y la paciencia, otra de las virtudes enseñadas en la profesión científica es la obstinación/fe.
Sin ella es imposible resolver cualquier problema que se encuentre más allá de nuestras posibilidades. Un científico que carece de obstinación difícilmente logrará su cometido. La obstinación, hermana de la paciencia y pareja de la compasión, debe tener su primavera en los períodos adversos y, es por ello, que la enlazo con la fe.
Responder a una pregunta desafiante sin afanarse por dar paños de agua tibia, entender que hay otros que ya han atravesado por nuestros mismos problemas, preguntándose las mismas preguntas, y obstinarse, como un perro que jala con sus firmes mandíbulas el otro extremo del pedazo de carne que tensa, a su vez, el amo, son algunas de las maravillosas virtudes cultivadas en los fértiles campos de la investigación científica.
Sin embargo, las inquietudes científicas no necesariamente se alinean con las preocupaciones de la gente, tanto en lo íntimo, lo que refiere al alma, como en lo externo, lo que atañe a la política. En una sociedad, no se puede esperar que un político solucione los problemas. El deber del político es ejecutar y sembrar esperanza, poner en marcha la maquinaria para responder las preguntas de la gente.
En resumen, el político debe alinear las preocupaciones populares con las inquietudes científicas. A pesar de eso, en el contexto colombiano, es más bien raro que los políticos se fíen de la ciencia para lograr soluciones. Respuestas al problema de la congestión vehicular como el pico y placa parecen haber sido concebidas al pinochazo bienintencionado, muy lejos de una solución óptima avalada por expertos e innovadores venidos del campo de las ciencias.
Las disciplinas como la matemática y la física son constantemente despreciadas. Estamos lejos de pensar que investigarlas desempeña una profesión. Son, por lo general, vistas para formar profesorado. Me he topado incontables veces, al conversar con la gente, con la pregunta ignorante de para qué sirven las matemáticas. Un país en donde su gente y, más aún, sus políticos no entienden el valor de los matemáticos y físicos, es un cocinero que se niega a usar la estufa, las ollas, la licuadora, la cafetera. Peor aún, me atrevería a decir que investigar, en su contexto más amplio, no es entendido por la sociedad colombiana.
Si no entendemos un método, difícilmente lo usaremos para solucionar nuestros problemas. No digo tampoco que toda solución deba tener un comité científico. Muchas soluciones deben venir del político y de la gente, pero muchas otras, por más que el político o las personas pensemos, serán insuficientes. Valoro que apostemos por aportar soluciones, veo en ello una virtud; sin embargo, a veces la mejor propuesta es reconocer que no tenemos, ni tendremos, idea alguna de cómo encontrar la solución.
Saber que el problema nos sobrepasa no quiere decir que lo dejemos de lado o que no deberíamos hacer nada; por el contrario, implica reconocernos como equipo y comprender que hay otro, en otra posición, capaz de solucionar aquel problema que nos da vueltas.
Después de esta exposición, podemos decir que el colombiano ignora el ingenio. Entre los personajes de nuestra mitología nacional escasea el científico o ingeniero que nos ha sacado con sus ideas del atolladero.
Arquímedes, el héroe griego del “Eureka,” no tiene aquí su alter ego. Y no es que no existan múltiples científicos colombianos exitosísimos, ni tampoco que Colombia haya sido condenada con la brutalidad, es más bien que nunca como sociedad hemos aprendido a voltear la mirada hacia ellos. Nunca les hemos pedido ayuda y cuando les pedimos ayuda, no sabemos qué ponerlos a hacer.
La ignorancia hacia el ingenio es tan profunda que Colombia no reconoce a sus genios. Los niños no aspiran a ser grandes científicos y los puestos en los ministerios de ciencias, desde el ministro para abajo, son cuotas políticas amañadas.
Si bien tenemos héroes nacionales en el campo del derecho, el humor, la economía, el fútbol, el ciclismo, el patinaje, es muy raro reconocer héroes nacionales en la ingeniería, la química, la biología, las matemáticas, la física o la computación. Colombia ignora la ciencia.
Si como sociedad ignoramos la ciencia, no podemos esperar menos de nuestras clases políticas. Ellas, más preocupadas en mantener su estatus quo de dominación, rara vez se destacan por ser familias inclinadas a la ciencia. Las hay de abogados. Las hay de economistas. Las hay de ganaderos. Las hay de comerciantes. Las hay de ingenieros (que en realidad no son ingenieros, sino negociantes detrás del negocio de la construcción).
Todas, sin excepción, tienen más el temor constante -porque así se vive en Colombia, con temor- de ser pobres que la esperanza de llegar a ser más ricas. Si por alguna razón se llega a ser más rico, muchas veces se debe más a una actitud picaresca que a un riesgo innovativo. La innovación raya en el olvido.
La innovación, para nuestro pesar, tiene menos de golpe de talento y más de constancia, obstinación, humildad y toneladas de paciencia. No se llega a ella, de ninguna manera, a través de una iluminación llamada genialidad, ni por voces mágicas que nos hablan, ni mucho menos por espíritus que se nos manifiestan. La tarea es sencilla y de resistencia. Quizás algo aburrida, porque, tristemente, la gratificación, esa que se entrega al haberse encaramado a esa escarpada montaña de la respuesta, solo se nos regala cuando en el corazón no quedan casi ganas.
La innovación, la mayoría de las ocasiones, es una tarea de héroes. Héroes trágicos que pagan su persistencia con el olvido. Innovar, sí o sí, contiene dentro de sí investigar. Lo que en la academia se llamaría saber el estado del arte. Y una vez hecho esto, contiene otra parte: proponer.
Ello no significa necesariamente proponer una gran idea o colocar el más amplio de los ladrillos. ¡No! Por lo general se debe comenzar con propuestas muy pequeñas, cambios apenas perceptibles. La sumatoria de esos cambios en el tiempo a partir de la investigación da como resultado -sea la disciplina que sea, música, arte, matemática, física, química, farmacéutica, amor- la innovación.
Sin embargo, la tarea aún no está hecha. Hemos sacado al aguilucho del cascarón, pero aún, para nuestro pesar, no lo hemos desanidado de nuestras manos. Le lanzamos desde la punta de un edificio. Si vuela, será una verdadera innovación.
Si perece, habrá que seguir intentándolo. Volver al comienzo, revisar, revivir el deseo, investigar y nuevamente proponer. La vía es sencilla, la práctica siempre será tediosa. Si atendemos al problema de la cogestión vehicular en Bogotá, vemos más propuestas que investigaciones. Nuestro polluelo, al igual que le pasó y le pasa al pico y placa, no tardará en caer. El error ni siquiera está en la propuesta como tal, sino en algo más profundo: el método.
La desconexión con la innovación tiene raíces en la ausencia de método, pero también en nuestra escasa comprensión de las instituciones que producen innovación. Más aún, dicha desvinculación con la innovación se arraiga más hondo: no entendemos lo que significa la palabra institución. La institución es lo que permite colocar al ente en disposición a algo. Es decir, la institución es quien sitúa al ente, le pone en una posición en el campo de juego.
Por ejemplo, si tenemos un hijo que quiere ser futbolista, necesitamos de una institución que articule a ese niño con el mundo del fútbol. Esa institución tiene especialistas que cuidan de la educación del niño y van llevándolo paso a paso, hasta que el niño logra ser un gran futbolista.
La institución tampoco se olvida de él cuando es profesional, muchas veces esa misma institución cuida de su retiro y, en ocasiones, le ayuda a conseguir trabajo una vez haya acabado su carrera como futbolista. La institución es la cobija social que cuida y vela por el potencial de la semilla. Un árbol solo puede ser un gran árbol, no porque la calidad de nuestras tierras haga florecer un gran árbol, sino por el cuidado que ese árbol recibe.
Normalmente, las instituciones que producen innovación son las universidades y las empresas. Estas últimas buscan producir innovación para así ofrecer nuevos productos y experiencias, mantenerse en el mercado o expandirse.
Por otro lado, las universidades no son únicamente instituciones formativas, también algunas de ellas se preocupan por producir conocimiento. En la empresa colombiana es raro que existan vacantes de carácter investigativo. Es decir, vacantes que sean exclusivamente para doctores y cuya función sea la innovación, tanto en la mejora de los procesos como en la creación de nuevos productos.
La empresa colombiana, al igual que el individuo colombiano, quiere a toda costa olvidarse de la pobreza. No quiere ser pobre. No apuesta, porque teme perder. Prefiere copiar antes que proponer. No apuesta, repito. Los colombianos somos adversos al riesgo y conservadores en nuestras ideas. No queremos invertir en nuevas formas. No nos interesamos por tener un pie en el futuro. Esperamos que el futuro sea quien nos jale, antes que nosotros seamos los que tiremos de él.
Hace tiempo, antes de que la inteligencia artificial estuviera en boca de todos, un colega matemático, quien recientemente había conseguido su doctorado, fue a buscar trabajo en alguna empresa financiera en la calle setenta y dos con carrera séptima, en Bogotá. El socio de la firma fue tajante: no buscaban gente con ideas frescas, no le interesaba si sabía o no de inteligencia artificial; eso, decía, lo harán otros. Lo que él quería era una persona que hiciera regresiones lineales en Excel.
No estoy diciendo que no deban existir los trabajos estrictamente operativos. ¡Claro que deben existir! Lo que no debe existir en una gran empresa es un jefe que no articule la innovación con la empresa, que no mire al futuro. El empresario llega tarde, se hace zancadilla a sí mismo y su foco de atención se centra en reclamar unos pocos centavos sucios con los cuales se siente rico, pero más que eso: se aleja de sentirse pobre, su verdadero gusto. La empresa privada colombiana no contrata doctores.
Para ellos, los doctores están sobrecalificados. ¡Claro que están sobrecalificados si los pones a hacer una regresión lineal! Las empresas grandes colombianas no están a la altura del presente, donde las grandes empresas internacionales tienen departamentos de innovación. Ellas sí innovan, las nuestras NO. Las empresas colombianas optimizarán la producción de dinero agilizando procesos, recortando puestos de trabajo. Pero no buscan mejorar sus productos.
No buscan hacerse más fuertes y expandir su oferta. No buscan prevenir los problemas que tendrán de cara al futuro, o qué me dicen de Rappi y su ya tan sonado talón de Aquiles con los rappitenderos. Somos mulas con los ojos tapados. Solamente echamos pa’ lante. Solamente queremos contratar investigadores que investiguen vacíos jurídicos. Solamente queremos ser marrulleros y pasar de agache. Esa es la cultura de la empresa colombiana: la leguleyada.
La universidad colombiana no se salva. Las pocas que producen conocimiento no cuentan con los suficientes recursos para pagar a estudiantes de doctorado y postdocs, contratar asistentes de investigación, invertir en laboratorios y en planta física.
Sin embargo, el problema no solo es de presupuesto. En Colombia no le hemos hallado sentido a investigar. La gente del común se asombra con la tecnología venida de oriente, algunos, incluso, llegan a creer que es gente superior, más dotada intelectualmente. Sin embargo, desconfiamos de nuestras propias creaciones y creadores.
Desde niños no se nos ha dicho que hay un mundo por inventar, sino un mundo en el que hay que hacerse rápidamente con un salvavidas para hacerle frente a la pobreza. Nuestros problemas seguramente serán solucionados (creemos), pero no sabemos cómo, ni cuándo, ni por qué. Alguien eventualmente propondrá algo y lo acataremos. Nos quejaremos. Todo se volverá un caos y otro más propondrá otra cosa. Desecharemos la anterior. Alabaremos el nuevo y le daremos otra vuelta a la historia. No creemos en lo infalible y por ello mismo no podemos prestar nuestros cerebros a intentar crear un tren que esquive montañas, una inteligencia artificial que encare la desatención, una educación pública accesible, canónica y de calidad para todos en el territorio nacional.
La investigación la vemos como el capricho de un adulto infantil que no está siendo acosado por los problemas prácticos de la vida adulta. Estamos condenados si pensamos así. No solucionaremos los problemas de energía. No solucionaremos los problemas de agua potable. Descuidaremos nuestros bosques y permitiremos que los cazadores y taladores ilegales se ceben con ellos.
La investigación la vemos tan separada de la realidad y, en ocasiones, está tan lejos de nuestra realidad que no tiene sentido hacerla, no tiene sentido financiarla. Es un capricho de personas que quieren hacer de su vida la academia. Un capricho motivado por unas preguntas que se preguntan para beneficiar un sistema indigestado de publicaciones.
Y cuando no vemos la investigación como un capricho, la vemos como una beneficencia. Y esa es una de las mayores faltas en el raciocinio colombiano: creer que la investigación es un regalo venido de un filántropo desinteresado. ¡No! Sin la investigación matemática, las curvas de Bezier, Renault no hubiera construido el Renault 4, éxito en ventas. El mundo está cimentado en la investigación.
En los millones de gigantes que con las palmas de sus manos creativas sostienen el ingenio que usamos: desde el computador en el que escribimos, hasta el diseño de las gafas que lucimos. Pensar que la investigación es beneficencia, una ayuda para los desfavorecidos, es hipermetropía. Nuestra elite rica y temerosa de la pobreza es un miope sin gafas que cree que invertir en lentes es botar la plata.
Las universidades colombianas son un niño que tiene problemas con la lectura. Un niño que le hace pataleta al destino. Le reclama, haciendo pucheros, por qué debe investigar. Por qué debe aprender. Por qué debe innovar. Y se pone bravo y chinchoso. Lo hace a regañadientes. No sabe por qué lo hace, pero lo hace.
Nuestra sociedad cree que ese niño es mejor sacarlo de la escuela. Para qué seguir gastando plata en escribir, si él no quiere escribir. Para qué escribir, si aquí no hay papel. Para qué enseñarle a leer, si nunca en nuestros estantes habrá libros. Para qué, si lo que hay que hacer es trabajar en el campo. Tomar el azadón y arar la tierra. Nos quejamos de los padres de sectores sociales más vulnerables por incentivar la deserción escolar, pero como sociedad hemos hecho lo mismo: incentivar la deserción de pensamiento, el olvido de la investigación y la estigmatización de la creatividad.
Llegamos al ridículo de creer que lo creativo es un privilegio. Si queremos ser un país que participe en el siglo XXI, tenemos que dejar de creer que la innovación es un gasto y empezar a verlo más como una inversión.
Si bien es cierto que las universidades de investigación colombianas están, sobre todo, movidas por los rankings, y por ello, la investigación que interesa es la que genera más impacto en una comunidad académica internacional (impacto medido en citaciones, prestigio de las revistas donde fue publicado, etc.), ese no debería ser el norte, al menos, no de todas las universidades que hacen investigación.
La empresa, tanto pública como privada, y el Estado deberían encauzar las aguas de la curiosidad. A la empresa privada le convendría ojear los doctorados industriales, asociarse con profesores de universidades y construir grupos de investigación. No es una beneficencia.
Me pregunto si Apple, Google o Spotify ven como una beneficencia o una “financiación” la cantidad de doctorados industriales en los que invierten alrededor del mundo para estar siempre a la vanguardia tecnológica.
La empresa pública, los gobiernos departamentales y de las grandes capitales deberían hacer lo mismo con los problemas que los aquejan. Si comenzamos por dar ese paso, comenzaremos a entender que necesitamos investigaciones profesionales en las empresas, en el Estado.
Y solo así podremos ofrecerles trabajo de calidad también a los múltiples investigadores colombianos que están repartidos por el mundo. Investigadores que, debido a la pobre remuneración, tanto monetaria como al vago reconocimiento social, prefieren trabajar para empresas y estados de grandes potencias del norte global.
El norte global se ríe. Después de todo, no tuvieron que educar a ese niño, hoy en día investigador. No tuvieron que pagarle la educación. No tuvieron que bañarlo. No tuvieron que darle salud ni seguridad social. El norte global, pescando en río revuelto, se hace con los más suculentos pirarucús: nuestros cerebros.