Charles Baudelaire, según Paul Verlaine, encaja perfectamente en la noción de poeta maldito: un incomprendido que alcanzó el Olimpo con su prematura muerte. El 9 de abril estará cumpliendo dos siglos de haber nacido, pero desde hace rato sobran los elogios para recodarlo eternamente. Francia, su tierra natal, tiene algunos preparativos para homenajearlo, aunque no tan pomposos como los que se harían si tocará celebrar, por ejemplo, el nombre de un grande como Víctor Hugo. Así como su obra causó revuelo en su apogeo, igualmente sigue causando resquemor en una época en donde no mencionarla, si se analiza la poesía contemporánea, significa desconocer su vasta influencia. Gracias a ella la prosa poética pudo retratar la vida, sin que en el intento se perdiera la esencia de la más sublime y alta poesía. Semejante logro, quieran o no, merece su reconocimiento.
¿Pero por qué no se lo valora como se quiere al gran Hugo? ¿Qué tiene su legado literario como para no considerarlo un referente cultural, de primer orden, de la patria que acabó con las monarquías? Se lo condena abiertamente, porque a diferencia de otros autores mandó al traste la moral de su época. No nos engañemos: los franceses lo van a agasajar, pero dejando en claro que es uno de sus escritores que menos valores tiene para exaltar, aunque en el fondo nosotros sabemos que su grandeza difícilmente tendrá comparación. Les toca celebrarlo –el no hacerlo dejaría muy malparado al pueblo francés–, porque sus versos llegaron a todos los rincones del globo terráqueo, enriqueciendo lingüísticamente a todas los poetas que vieron en su obra un ejemplo a seguir. No pueden pasar por alto su onomástico, puesto que eso sería negarle la grandeza que hoy lo hace imprescindible.
La carga moral con que algunos miran su obra ha querido marginarlo, y desde esa óptica, que para mí es anacrónica, es normal que no se lo conciba como un autor de grandeza nacional, sino como uno de los muchos escritores que Francia parió en el siglo XIX. Simplemente se lo condena porque fue amigo de las tabernas, casas de mala muerte en donde la absenta con azúcar rodaba de mesa en mesa; logró hacer de los prostíbulos, tristes escenarios de lujuria y perversión, su guarida y material poético; consiguió que el opio y hachís se convirtieran en una válvula de escape, en una época en donde se concebía todo vicio como una obscenidad. Pero realmente Baudelaire era más que noches desenfrenadas: fue el poeta que renovó los designios de Lesbos para que se ajustaran sinceramente a la vida que todos llevan. Ese fue su pecado: ser un adelantado.
A muchos escritores les ha pasado lo mismo: el Marqués de Sade, Nicolás Edme Restif de la Bretonne, Henry Miller y Vladimir Nabokov, entre otros escritores que no les importó enfrentarse al status quo, por su manera de pensar se los condenó a un desprecio literario, según mi humilde parecer, bastante inmerecido por todo lo que hicieron. Creo que no puede haber una moral en el arte, porque ante la condena social no sería arte: simplemente llegaría a ser una religión más. Así que me parece ridículo que para los franceses Baudelaire no esté a la altura de Víctor Hugo, por el simple hecho de plasmar su vida en unos cuantos versos que son más sinceros que todos los credos del mundo. En fin, considero hipócritas a todos los que quieren hacerlo ver como ínfima estrella entre miles de luminarias, cuando la realidad es otra y su vasto legado hoy más que nunca se hace más que inmortal.