Ya atardeciendo con el sonido de grillos de fondo le digo a Don José que si me vende la finca, él con sudor en la frente, la camisa a medio abotonar y una sonrisa burlona me dice: “ni porque me entregue la valija mágica, esa que tiene todo el oro del mundo, esta finca era del papá de mi abuelo, ¿cómo cree que la voy a vender?”. Don José es un llanero, tiene su finca en el Casanare, muy cerca del Algarrobo, un corregimiento a hora y media de Yopal.
El hombre mira de soslayo la senctud, sus fuerzas empiezan a disminuir pero sus comentarios se vuelven cada vez más agudos e interesantes, lo dice mi papá quien lo conoce de hace algunos años. La luz del sol se lleva consigo la claridad y marca el fin de las actividades en la finca, el llanero se sienta al frente de la televisión a ver el noticiero, no puede verla ni escucharla, la imagen llega con tanta intermitencia que se hace molesto para los ojos y la imposibilidad de escucharla radica en su dificultad de darle atención a problemas que suenan tan lejanos, de otro mundo.
Aún así repite su rutina de una manera sagrada con el fin de escuchar algo de real interés, “a veces prendo ese aparato para saber, que tal un día se acabe el mundo, así como dicen los pastores cristianos, y uno ni cuenta se de”. Después de colgar los chinchorros en el cuarto de huéspedes, mi papá mi hermana y yo nos disponemos a dormir. Él mira la ese complejo tejido de hilos, como quien mira a un viejo amigo de aventuras y se reencontraran después de muchos años, en cambio Lorena y yo nos disponemos a dormir con la poca comodidad que puede alcanzar un guate (persona del centro del país, según los llaneros) en una hamaca.
Antes de que se duerma le digo al amigo del chinchorro: “todo el mundo se asombra cuando tiene una cantidad de plata considerable al frente, ese viejo vende la finca diez veces”. Él me responde: “la petrolera ha venido a comprarle cuatro veces, le dan mas de seiscientos palos y no afloja, falta que vengan otras seis veces a ver si usted tiene razón”. Esa corta visita a la finca de Don José me hizo entender la manera en la que sus campesinos conciben sus tierras, ese punto de vista intermedio entre lo sagrado del territorio según los indígenas y la visión comercial que tienen los dirigentes en el centro del país.
Digo lo anterior por Mauricio Botero Caícedo quien en su columna de El Espectador el domingo 25 de junio, titulada ¿Vamos en Contravía?, desestima el índice Gini evaluado en función de la repartición de tierra ya que no existe proporción directa entre la cantidad de tierra y la eficiencia de la misma, tesis también defendida con no menos ahínco por parte de José Felix Lafaurie en sus muchas giras por las zonas de Colombia evitando a toda costa cualquier reordenamiento del agro Colombiano. Exponen con total certeza que la reforma rural planteada por el gobierno atomiza la propiedad agraria, bajando la eficiencia agrícola del país generando más importaciones de alimentos.
Será que Botero y Lafaurie no han pensado en que en todos estos años con tanta concentración de tierra por parte de unos pocos, el campo sigue igual o peor que antes, que la importación de alimentos no obedece necesariamente a insuficiencia de productos en el territorio nacional, que la concentración de tierra genera desplazamiento de campesinos a la ciudad casi siempre llegando a ocupar las zonas periféricas más pobres de las grandes urbes.
Por último, y que sea el argumento más importante porque es el que nadie ha tenido en cuenta, es el derecho casi sagrado que tienen a la tierra viejos como Don José, el llanero, quien poco le interesan conceptos como “utilidades” y “eficiencia”. Ellos ven el campo como parte de su identidad, de su ser y el motivo para ser felices, no ven las fincas como esa oportunidad de negocio que espera a ser explotada con la depredación propia de los grandes emprendedores del centro del país. No todo el mundo tiene como objetivo de vida comprar un carro o gastar plata los fines de semana en centros comerciales, hay gente como Don José que encuentran su felicidad en cosas más simples, y mejores. Hay que proteger al campesino colombiano para que no lleguen los grupos armados a decirles: “véndame o le compro a la viuda” o las grandes empresas: “Venga que yo si le pongo eso a producir”.