La Comisión de la Verdad y la voz de las víctimas

La Comisión de la Verdad y la voz de las víctimas

Los protagonistas de este monumental relato de 60 años de violencia en Colombia son las víctimas, cuyo dolor quedó plasmado en “Cuando los pájaros no cantaban”

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julio 15, 2022
La Comisión de la Verdad y la voz de las víctimas
Foto: Twitter, cortesía de @ComisionVerdadC

De todos los capítulos que entregó la Comisión de la Verdad en su Informe Final el que debe ser de lectura obligatoria para todos los colombianos es Cuando los pájaros no cantaban en el que se incluyen cientos de testimonios de las víctimas que ha dejado la guerra.

El 28 de junio de 2022, en la lectura de su discurso en el teatro Jorge Eliecer Gaitán, Francisco de Roux tocó la campana de alerta de lo duro que iba a ser leer el capítulo para mirarnos al espejo y sentirnos culpables: "Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, pluricultural y pluriétnico que formamos como ciudadanos y ciudadanas de esta nación. Cuerpo que no puede sobrevivir con el corazón infartado en Chocó, los brazos gangrenados en Arauca, las piernas destruidas en Mapiripán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulnerada en Tierralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estómago reventado en Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá, el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machuca, los pulmones perforados en las montañas de Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés".

Parafraseando a Rubén Blades en su canción Desaparecidos: mientras en Colombia los tres grandes ejércitos, Fuerzas Militares, las guerrillas y los paramilitares, se disputaban a sangre y fuego los territorios, en las ciudades “estaban viendo la telenovela, por eso nadie miró pa’afuera”.

El trabajo que los 11 comisionados hicieron en las 28 Casas de la verdad, donde escucharon a cerca de 30.000 víctimas, nos pone un espejo en la cara. El espejo en donde nos vemos está creado a partir del dolor de las y los menores llevados a la guerra, y de, en palabras de Roux:

"La procesión interminable de buscadoras de compañeros e hijos desaparecidos; la multitud de jóvenes asesinados en ejecuciones extrajudiciales; las fosas comunes y cadáveres de muchachos y muchachas rurales desperdigados en las montañas, muchos de ellos indígenas y afros que fueron llevados como guerrilleros o paramilitares o como soldados y murieron sin saber por quién peleaban; las miles de mujeres abusadas y humilladas; los poblados masacrados y abandonados; resguardos indígenas y comunidades negras devastadas y en confinamiento; millones de hogares desplazados que abandonaron parcelas y ranchos; los miles de soldados, policías, exguerrilleros y exparamilitares que deambulan cojos, mancos y ciegos por los explosivos; miembros de comunidades que tuvieron que sufrir ese mismo destino por cuenta de las minas antipersona; centenares de miles de exiliados que escaparon para sobrevivir; multitudes de familias que llevan el golpe del secuestro y lloran a retenidos que no volvieron; y la naturaleza victimizada en los ríos y el Canal del Dique, convertidos en cementerios y quebradas de aguas negras de petróleo por causa de las voladuras de oleoductos; las selvas quemadas y centenares de especies nativas desaparecidas, cientos de miles de hectáreas envenenadas con los químicos producto de la elaboración de la pasta base de coca y arruinadas con el glifosato rociadas a diestra y siniestra para marchitar su cultivo. Y las tradiciones, las risas y los afectos de la fiesta del pueblo invadidos por símbolos de tristeza, terror, oscuridad y desconfianzas".

No, no teníamos por qué aceptar la guerra como una ficción ajena a nosotros y que se veía a través de la pantalla de la televisión como si fuera una película o una serie de Netflix. Se debió haber detenido todo ante la barbarie, como en el poema Blues para un funeral de W.H. Auden ante los ríos arrastrando cuerpos con gallinazos subidos sobre los vientres hinchados, esto fue lo que tuvo que haber pasado:

"Que se paren los relojes, que se que corte el teléfono,

que el perro a un hueso jugoso ya no le ladre,

que se callen los pianos y con redobles en sordina

venga el ataúd y entren los dolientes.

Que los aeroplanos que gimiendo dan vueltas en lo alto

escriban en el cielo el mensaje: 'Él ha muerto',

que pongan pajaritas de papel en los cuellos blancos de las palomas,

que los policías se pongan guantes negros".

Seguir como si nada hubiera pasado hace que nosotros dejemos de ser testigos y nos convierte en cómplices. Por eso cada una de estas preguntas hechas por De Roux debe retumbar como el badajo en la campana de una catedral:

"¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral? ¿Cuál fue el Estado y las instituciones que no impidieron y más bien promovieron el conflicto armado? ¿Dónde estaba el Congreso, dónde los partidos políticos? ¿Hasta dónde los que tomaron las armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su decisión? ¿Nunca entendieron que el orden armado que imponían sobre los pueblos y comunidades que decían proteger los destruía, y luego los abandonaba en manos de verdugos paramilitares? ¿Qué hicieron ante esta crisis del espíritu los líderes religiosos? Y, aparte de quienes incluso pusieron la vida para acompañar y denunciar, ¿qué hicieron la mayoría de obispos, sacerdotes, y comunidades religiosas? ¿Qué hicieron los educadores? ¿Qué dicen los jueces y fiscales que dejaron acumular la impunidad? ¿Qué papel jugaron los formadores de opinión y los medios de comunicación? ¿Cómo nos atrevemos a dejar que pasara y a dejar que continúe?"

Por eso, nos tenemos que adentrar en el horror. El capítulo del Informe de 513 páginas Cuando los pájaros no cantaban, se abre con el testimonio Papi, no te lleves mi bicicleta, en donde una madre sale a buscar a su hijo de 11 años en medio de una toma paramilitar en su pueblo en El Cerrito, Valle del Cauca.

Los relatos de las madres siempre vienen con premoniciones aciagas, relatos que se abren con “Yo lo sentí, yo tuve una corazonada”. Por eso hay una sección en esta parte del informe titulado El libro de las anticipaciones y que tienen la fuerza rulfiana de la oralidad, del relato en primera persona.

Al mediodía del 12 de agosto de 1999 los paramilitares irrumpieron en ese pueblo. La mujer que da el testimonio relata la angustia de tener que salir de su casa a buscar a Javier, su hijo mayor de 11 años, que se había quedado en la calle buscando su bicicleta. Un paramilitar, un poco más joven que su hijo, al verla en la calle la trató de "gonorrea, te devuelves pa’tu casa". Y con la punta de un fusil brillante, recién encerado la convenció. En su casa la mujer esperaba angustiada hasta que apareciera y entonces llegó, todo golpeado. El niño sintió tanto terror ante la llegada de los uniformados que decidió regresarse a la casa con los ojos cerrados. Nunca los abrió. Así que se daba contra todo lo que se encontraba.

Los paras duraron meses en El Cerrito y cada tarde iban al negocio que tenía la mujer y su esposo frente a la iglesia del pueblo. Ella veía como le miraban a su hijo. Era una angustia constante saber que en cualquier momento se lo podían llevar. La mujer esperaba una segunda hija y de la angustia de que se lo llevaran sufrió un aborto espontáneo. Nunca dejó que se lo llevaran, pero el sufrimiento de esos meses en que las Autodefensas Unidas de Colombia(AU]C) mandaron en El Cerrito les dejó una herida que aún no puede cicatrizarse.

Las FARC-EP fueron los grandes reclutadores de menores, sin embargo, no era menos traumático para una familia cuando al hijo mayor no le quedaba de otra que irse al ejército. Así lo cuenta una madre de Kennedy, en Bogotá en el relato Mamá yo no voy a volver. Después de irse a las Fuerzas Especiales se enteró que a su hijo se lo entregaban, después de un combate, en una bolsa negra. La recomendación que le dio su hijo antes de irse al Ejército aún la persigue como un fantasma fiel: “espere que me mate para que me reclamen”.

En De pronto no haya sido mi hijo, otro de los relatos, una madre cuenta cómo los paramilitares asesinaron a su hijo por ser trans. Duró seis semanas desaparecido. En la narración la mujer cuenta la angustia de ir día a día buscando en arroyos, en zanjas a su hijo en medio de los cuerpos que todo el tiempo amanecían sobre el campo como los hongos después de la lluvia. Una vez, mientras estaban en una canoa por un río, ella vio una pierna, la sacaron del agua y entonces entendió que su hijo había sido descuartizado

El terror que se siente leyendo los testimonios de las tomas paramilitares es lo más cercano al horror. Casi siempre el mismo procedimiento, sobrevuelos de helicópteros del Ejército en la zona, luego se escuchaban los bombazos tumbando torres de energía para quitarles la luz a la población, después llegaban los hombres, lista en mano, sacando de la casa a los probables colaboradores de la guerrilla y ahí, sobre una carretera destapada, ponían boca abajo a los sospechosos y uno a uno les iban estallando la cabeza con sus pistolas.

Algunos testigos recuerdan el sonido que producían las balas estallando sobre la gente “Era como cuando las papayas maduras caían al suelo”. En Monstruo blanco, otro de los relatos, Néstor cuenta como el 24 de noviembre de 1997 en la vereda La Galilea de Urabá, apareció, en medio de una toma paramilitar, en un helicóptero blanco Carlos Castaño. Les quiso dar un parte de tranquilidad a la población diciendo que ellos lo único que estaban haciendo era protegerlos de la guerrilla. Cuando se marchó empezaron a quemar casas, con gente dentro de ellas, volaron el puente que comunicaba al lugar con el resto de poblados, desataron el infierno. El diablo a veces se viste también de cinismo.

A veces una población tenía que sufrir los estragos de tener a la guerrilla y al Ejército en contienda en su territorio. Así sucedió en Puerto Asís, Putumayo, en 2002, como la narra el testimonio Hermano, desaparézcase de ahí. Las FARC-EP siempre habían dominado ese lugar, pero con la llegada de Álvaro Uribe a la presidencia el Ejército hizo presencia de manera determinante. Se quedaban dos, tres meses pidiéndole ayuda a la población en forma de desayunos, almuerzos, cenas, algunos incluso les daban información. Al carnicero del pueblo le decían Churta. Les colaboró en todo lo que pudo a las FARC-EP. Lo conocían, sabían que podía contar con él.

Pero cuando en septiembre del 2002 llegó el Ejército a Churta no le tocó de otra que colaborarle a la tropa. Cortar los más jugosos pedazos de carne. Cuando el Ejército se fue, la guerrilla (lista en mano) pasó a llevarse gente. Decenas se llevaron. No volvieron. Entre ellos Churta a quien, en una vereda cercana a Puerto Asís, lo llevaron y lo pusieron a cavar su propia tumba. Mientras cavaba Churta, según testimonio de un señor a quien le decían Pocillo, suplicaba “Ustedes conocen a mi familia, ustedes saben quiénes son mis hijos. Mire, yo les he servido mucho, háganlo por mis hijos, lo que ustedes me pidan, por favor”.

Pero las súplicas otra vez se perdían en la nada. A Churta lo mataron y su cuerpo jamás apareció. Era un colombiano más que se diluía en un río.

Ponernos el espejo en la cara quiere decir reconocernos. Por eso, al saber el grado de nuestra indiferencia, de saber nuestros pecados, ya sólo podemos mirar el pasado para afrontar el futuro con optimismo, sabiendo que jamás el horror podrá repetirse.

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