La comedora de libros
Opinión

La comedora de libros

Por:
septiembre 12, 2013
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(En alguna parte lo leí). Amó los libros antes de saber que los amaba.

Tendría unos tres años cuando se comió la pequeña y variopinta biblioteca de sus hermanas mayores que ya iban al colegio. Sí, se la comió; así como suena. Dibujo por dibujo se los metía a la boca y los masticaba, aunque no siempre se los tragara. Pero como no todos, por el motivo que fuera, pasaban por el molino de sus dientes, ahí, a mano, siempre estaban las crayolas para retocar las páginas que se le escapaban de tan apetitosa lectura. Mascar libros era su ocupación favorita en las mañanas, cuando los quehaceres cotidianos de los otros, la dejaban sola y desparcahada como un número primo.

Se la comió, sin que nadie sospechara nada, ni siquiera su mamá que, preocupada con los poco usuales ratos de prolongado silencio, le daba vuelta para constatar que lo único que la mantenía quieta era observar las figuras de colores de los cuentos, ordenarlos en fila india por tamaños, hacer con ellos casitas para los gnomos, recostarlos a la pared a manera de zócalos… Imposible entretenimiento más inofensivo, pensaría ella —la madre— a pesar de saber que lo estaba haciendo al escondido. Porque empinarse a coger las publicaciones tabús de la repisa rosada estaba prohibido por sus hermanas, con el argumento de que todo lo que cogía lo dañaba. Cuidadito con esculcar, era la advertencia con la que se despedían a diario, apenas llegaba el bus. Mas todo marchaba a pedir de boca, al amparo de la clandestinidad

Hasta que cierto día, ¡zas!, el planeta imaginario que había creado poco a poco  con “las manzanas del paraíso” explotó en partículas diminutas que se esparcieron por el universo de esa habitación que no le pertenecía. Sus hermanas llegaron antes de tiempo porque alguna cosa se conmemoraba en el colegio. La mamá no estaba en la casa y ella —la comedora de libros— se encontraba de barrigas en el piso degustando a Guillermito, tigre malo, la historia que la víspera la había hecho volar por esa zona crepuscular que ondea entre el sueño y la vigilia, arrullada por la entonación de sus padres que se turnaban para leerles en voz alta, a la hora feliz de la piyama. (Casi siempre se comía el cuento de la noche anterior).

Luego de haberla pillado en flagrancia y puestas a revisar, descubrieron los desastres causados al interior de otras pastas duras y… ¡estalló la guerra mundial! Con la cola de Guillermito colgándole todavía de la boca, sacaron a empujones a la pobre roedora de biblioteca, y le tiraron la puerta en la nariz. Lloraron, patalearon y, claro, pusieron la queja.

El papá, un lector de horas largas y cuentahistorias excepcional, que cada sábado regalaba un cuento nuevo a las dos sapas y a ella, un cuaderno para colorear y una cajita de crayolas, les dio a las tres una lección, que no por elemental carecía de sabiduría: “Esconder los libros no es protegerlos; es obligarlos a guardar silencio. Morderlos o rayarlos, igual, porque se quedan sin secretos para contar. Nadie más los volverá a escuchar y, entonces, los pobres se morirán de la tristeza”. Y el asunto quedó zanjado.

Las mañanas de los sábados siguieron siendo las mejores de la semana y las más esperadas durante varios años. Tres nuevas obras infantiles llegaban con estricto cumplimiento, de la Librería Continental de don Rafael Vega hasta la casa de las lectoras amateurs, para que cada una las disfrutara a su manera, siempre y cuando esta no afectara la de las otras dos, y la de los niños vecinos que iban a pedirlos prestados o a hacer consultas o tareas. Ni las grandes volvieron a esconder los vistosos cuadernillos, ni la menor se los volvió a comer. (De vez en cuando insistía en decorarlos a crayola venteada, pero, por fortuna, fue vocación pictórica pasajera). A partir de la “posguerra” los libros de su casa fueron de quien los necesitara. Al día de hoy siguen entrando y saliendo sin que nadie cobre peaje por ello, ni los reclame, ni anote al beneficiario en ninguna lista negra. Circulan con total libertad.

Ella, que ya es adulta, por supuesto no se come los libros; ¡se los devora! Letra por letra y subrayando —no con crayolas— lo que especialmente llama su atención. Ese placer se le grabó por siempre en aquel oído que está situado detrás del oído: el de la conciencia. Porque —lo dice Bruno Bettelheim en Aprender a leer— cuando el aprendizaje de la lectura se plantea como la manera ideal de verse transportado a un mundo desconocido, la fascinación inconsciente ante los acontecimientos imaginarios apoyará los esfuerzos conscientes por descifrar y dominar la difícil tarea de aprender a leer. De aprehender lo que se lee, ligero de pretensiones. Hasta el final de los días.

COPETE DE CREMA: Mañana comienza en Medellín la “Fiesta del Libro y la Cultura” que en su séptima versión se ubica entre los principales eventos de las letras en América Latina. El tema central, “La Ciudad y los Escritores”, promete sumergir a los asistentes en esa relación ambivalente y delirante que sostiene cada escritor con la ciudad que habita. Invitados especiales que han vivido esa experiencia habrá muchos. Entre ellos: Laura Restrepo, Juan Gabriel Vázquez, Santiago Roncagliolo, Sergio Ramírez, Juan Villoro, Martín Caparrós, Alonso Cueto y otros nombres. Al mismo tiempo se realizará el “Primer Salón Latinoamericano del Libro Infantil y Juvenil” con Julio Verne como protagonista central. (Información completa en: [email protected]).

 

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