Hoy sentada detrás de un computador, con el corazón bombeando más rápido y la respiración arrítmica, me siento a escribir estas letras tras venir del shelter (resguardo) donde estaba refugiada por haber escuchado la alarma que me da 60 segundos para correr a esconderme tras anunciar que un rocket más ha sido disparado desde Gaza hacia el centro de Israel.
Para mí no es algo normal. Aunque tengo que aceptar que después de casi 15 días de guerra, 1825 rockets y muchas corridas al shelter, muchos sustos, tiradas al piso, varios booms y la paranoia de que en cualquier momento, ya sea en la calle o dormida me puede coger desprevenida el sonido penetrante de la alarma, ya me acostumbre.
Afortunada o desafortunadamente el hombre se adapta a todo, sin embargo no me acostumbro a vivir con la tensión de la guerra ni mucho menos a oír de muertes y más muertes. Cada mañana me levanto con la esperanza de que no suene la alarma (o por lo menos no mientras me estoy bañando), de que las cosas no se compliquen (al punto de que me toque recoger mis cosas y salir corriendo de este país) y con un dolor en el corazón de pensar en la cantidad de civiles que están siendo afectados.
Ver las noticias y las imágenes de Gaza es espeluznante, pero a su vez ver la cara de angustia y tragedia de quienes han sido mis seres queridos acá por tener gente allegada en combate, me hace un hueco en el estomago que no me deja ni comer.
Estando aquí es muy difícil pensar propositivamente. Quisiera narrarles lo que ha sido mi experiencia en estas tierras durante seis meses, pero han sido tantas cosas, tantas emociones y tantas vivencias que se volvería algo impublicable. Sin embargo, sí podría decirles que mi visión del conflicto ha cambiado.
Antes de llegar acá mi posición era muy clara. Era muy fácil compartirla y por ello era muy fácil juzgar. Lo hacía con toda propiedad y sentía que tenía la razón con cada argumento que daba. No obstante el día a día me ha llevado a darme cuenta que todo es más complejo de lo que parece. Que la historia va más allá del 48, que no se trata de buenos y malos, que no hay una causa y una consecuencia, que todo tiene su razón de ser. Que la guerra deshumaniza y que los medios masivos de comunicación con la intención de informar muchas veces desinforman y hacen daño.
Cuando llegué a Israel tenía la ilusión de estar para un momento histórico: la firma de un acuerdo de paz. Se me inflaba el pecho de solo pensar en la posibilidad de que eso sucediera y de que yo estuviera acá. Para ese entonces ambas partes estaban en conversaciones desde 2013 y tenían plazo hasta abril de 2014 para llegar a un acuerdo.
Día a día yo hacía seguimiento de noticias, estudiaba un poco más el conflicto y las dinámicas en la política interna de Israel. A su vez analizaba lo que estaba sucediendo en la región y me daba cuenta de que todo era muy complejo y de que era muy posible que se perdiera de nuevo una gran oportunidad. Y así fue, se perdió.
Mi ilusión desvaneció, pero como ha sido durante los últimos 60 años, la vida acá siguió normal. Un día Fatah anuncio una alianza con Hamas e Israel se paralizó. Nadie entendió lo que había sucedido y el concepto de terrorismo salió a flor de piel. En ese momento pensé cuánto daño le haría esto al conflicto y traté de entender desde todas las perspectivas la razón de ser de esta coalición.
A mis ojos era muy difícil, pero yo estaba convencida que detrás de ello había una razón de ser, que era una unión con fundamento que buscaba una alianza con el fin de proponer nuevas cosas en pro de la paz y el progreso. Con esto también fallé.
Días después lo único que se vio fue el secuestro de tres jóvenes israelís, seguido de su muerte tras haber sido asesinados por Hamas, lo que llevo a un dolor profundo al pueblo israelí y a la reacción violenta de unos pocos. Como consecuencia: la muerte de un joven palestino quien fue quemado vivo por unos extremistas de esos pocos. Y entonces aquí se armo el pelotón.
Las furias salieron a flote. Las polarizaciones, los odios y las manifestaciones. Este capítulo del conflicto que tan solo iniciaba se conectaba con los miles de capítulos que anteceden esta historia. La tensa calma invadía los minutos y las horas, cada rincón de esta ciudad.
Desde ese entonces Israel vivía una tensión que estalló en el momento en que las amenazas de rockets se dieron. Era las 1 de la mañana del lunes 7 de Julio cuando me escribieron por Whatsapp que estuviera alerta y que si llegaba a escuchar una alarma corriera al shelter más cercano o en su defecto a las escaleras de mi edificio. En ese instante casi me muero, entre en pánico pero trate de controlarlo todo con mi respiración. No podía creer que mi estadía en este país iba a finalizar en medio de la guerra.
Desde ese momento Israel empezó a resistir con alarmas cada tanto, y el Iron Dome (cúpula de hierro) que ha sido una salvación. Las alarmas resuenan más en el sur que en el centro y el norte, pero en pocos días todo el país estaba en alerta roja. Paso poco tiempo para que Israel decidiera reaccionar, defender a su población.
En este momento me sentí realmente en la guerra y entre totalmente en contradicción. Después de haberme dedicado 5 años de mi vida a estudiar Ciencia Política y a hacer un énfasis en Resolución de Conflicto. Tras haber hecho un diplomado en derechos humanos, todo se me derrumbo. Nunca antes había sentido tanta impotencia. La teoría dejo de tener sentido y esa comprensión tan “clara” que tenía de las cosas se nubló. Pues ahora mi vida estaba en riesgo.
Empezaron a surgir miles de preguntas, y sobre todo un sentimiento de incomprensión por lo que sucede. Por la cantidad de civiles muertos en Gaza y a su vez por la cantidad de misiles que apuntan indiscriminadamente a la población civil, siendo esta el objetivo de Hamas. Siempre los civiles las víctimas, con una carencia absoluta de líderes que realmente los represente.