Las tres generaciones vivas, los adultos mayores, los adultos medios y las juventudes e infancias de esta década, hemos vivido recientemente dos grandes acontecimientos: la pandemia global del covid-19, con sus encierros y huellas salubristas, y los estallidos urbanos del 2019 y 2021 en Colombia, que evidenciaron mediante la protesta social las sagas de exclusión y precarización que nos afectan. El balance apenas se está haciendo y no es fácil porque hay mucho ruido aun para lograr que la interpretación de esos eventos sobre la humanidad se asiente y nos permita mayor orientación respecto a los retos planetarios y de país, en la perspectiva de cuidar y expandir la vida, en un momento en el cual el calentamiento del planeta y sus efectos genera grandes incertidumbres.
Las ciudades colombianas son un síntoma vivo de esas circunstancias; en el caso de Cali, solo un recorrido por sus principales avenidas o por los vecindarios de cualquier estrato, permite identificar las dolencias y penares que lleva cada habitante en este tiempo. Las mayores quejas ciudadanas por estos lugares se centran en los riesgos de la violencia y la inseguridad, en la falta de empleos y posibilidades de generar ingresos, en los riesgos y la lentitud que se presenta en la movilidad. En ese horizonte se buscan nuevos referentes de confianza, nuevas perspectivas que no se agoten solo en el diagnóstico simple de las cosas que nos pasan y nos podrían pasar, o en las fórmulas trasnochadas que no reconocen la novedad de nuestras propias circunstancias y afanes. Urge encontrar respuestas respecto a las formas del habitar urbano y eso implica insistir en reconocer los aspectos que nos han llevado a hacer invivibles las urbes, pero también y especialmente, a identificar las acciones que pueden ser seminales para una sobrevivencia en los andenes y hogares citadinos, porque siempre el medio también provee soluciones y caminos.
Haciendo balance sobre estos tiempos, una de las prácticas que han surgido en los últimos años en los contextos de encierro y en las protestas callejeras, entre varias que están esperando ser más impulsadas, son las huertas y jardines urbanos. Esta emergencia es una novedad pues en el país de ciudades hay históricamente múltiples intentos de generar procesos y proyectos de agricultura urbana, pero han sido episódicos, como dirían los muchachos “eso por aquí no pegó”, escasamente nos ha alcanzado para sostener algunas redes de parques, zonas verdes y arbolado urbano, que siempre están en peligro por la falta de gestión y por la pulsión perversa de la ciudadanía de pavimentar antejardines y andenes, exponiéndonos cada vez más a las tremendas olas de calor que nos afectan.
Sin embargo, en las ciudades de pospandemia podemos reportar una gran cantidad de iniciativas dispersas, algunas más personales y familiares, otras vecinales y comunales, de agricultura y ajardinamiento que son espacios significativos respecto a lo que nos están señalando como necesidad vital. El contexto de confinamiento nos enseñó la importancia de un saludo, de un abrazo, de una conversa, nos llamó la atención sobre la importancia de las hierbas aromáticas para sobrellevar el estrés y la soledad, la incertidumbre; en ese camino, fue emergiendo un nuevo sentido de lo vegetal y se vio un resurgir de pequeños jardines en las ventanas, en los zaguanes, en los techos, en los patios y hasta en las salas; los días de ralentización implicaron que los bosques y las arboledas, con todo el tejido aviario, los insectos y los animalitos roedores especialmente, se tomaran confianza y salieran a las avenidas; así los vimos con sorpresa y así nos fueron animando a resembrar y se hizo muy espontáneamente sin que nadie lo dirigiera, mandara o apoyara; digamos que nos salió naturalmente del corazón, en medio de condiciones muy adversas por igual para todos y todas. Ese proceso ha tenido manifestaciones globales en mayor o menor medida en todas las ciudades del planeta.
Resembrar y se hizo muy espontáneamente sin que nadie lo dirigiera, mandara o apoyara; digamos que nos salió naturalmente del corazón, en medio de condiciones muy adversas por igual para todos y todas
En Colombia y especialmente en Cali, a propósito de la radicalización de procesos de exclusión y de la precarización social que significó el manejo epidemiológico del covid-19, sobrevinieron las protestas por meses y ahí también, al lado de las ollas comunitarias, las comidas vegetarianas y veganas, las huertas se ampliaron tanto en los puntos de resistencia como en los vecindarios bloqueados que también buscaron ocupar sus días de corte haciendo crecer las siembras. Hoy hay procesos de reverdecer la vida en hogares y comunidades que se sostienen y buscan arraigarse aún más como forma de estar, habitar, morar la ciudad. Tenemos cultivos autogestionados en los vecindarios por iniciativas familiares, tenemos sembrados comunales y redes de huerteros, escuelas de formación agroecológica, programas institucionales que buscan promover y acompañar esas iniciativas; también lastimosamente tenemos clientelas que en este tiempo buscan instrumentalizar la participación comunitaria de incipientes los procesos de huertas en clave electoral y agentes energúmenos que persiguen esos sembrados de esperanza.
Vale la pena preguntar ¿Qué nos enseña este resembrar? Se hace al respecto mucha promoción de los valores ambientales, alimentarios, económicos; sin embargo, reconociendo todos esos posibles atributos, parece que lo que ha sucedido es que la actividad de las huertas nos está ofreciendo una oportunidad de reconciliación con nuestros entornos familiares, con la posibilidad de saludarnos, de abrazarnos, de contarnos historias; también con nuestros entornos ambientales, con los terrenos baldíos y los solares, con los antejardines que hemos abandonado, con nuestra alimentación y nuestra salud que implica compartir el alimento para que nos aproveche. Es decir, sembrar, regar, cosechar entre familiares y amigos, en tiempos de crisis de las ciudades, de su autodestrucción por el abuso energético y de consumos contaminantes, es una señal, un llamado para que asumamos coexistir en lo común, lo solidario, lo compartido y celebrativo, aquello que nos puede hacer retejer vínculos para perdurar en la vida citadina. Las huertas urbanas son un símbolo de sobrevivencia en estos tiempos, son una manifestación de la relación renovada con la tierra y con lo vegetal que contribuye a humanarnos; no tiene sentido que se persigan, más bien hay que sembrarlas sin parar…