La ciudad amanece ante un sol lento que despunta después de pasada las 7:00 a.m. A veces me despierta el hombre del gas con su voz resonante que se pierde en el laberinto de las calles o el ruido de los aviones que a baja altura parece retumbar los ventanales del tercer piso en el que vivo. Salir a esa hora es respirar el olor a atolito, pasar por una variedad de puestos de tamales para escoger al gusto (verdes, de mole, dulces), mientras se espera el “camión”, lo que en Colombia conocemos como buses.
La ruta inicia desde San Juan Tlihuaca, antiguo pueblo “de lo negro” que aún conserva sus aires provincianos, hasta el centro de Azcapotzalco. Ese mismo camión me deja cerca de la estación del metro Camarones. Bajarme y caminar es una forma de respirar a México, a los lados uno parece tropezarse con los puestos de tacos con sus trompos gigantes de carne al pastor con su corona de piña, de quesadillas, huaraches, elotes, burritos y tanto chicharrón que da miedo.
La estación del metro Camarones es ciertamente profunda, se baja por 4 escaleras eléctricas hasta hundirnos entre la línea naranja. La espera es corta y los recorridos por la ciudad son rápidos mientras no llueva o coincidamos con la hora pico, donde toda la gente parece volverse loca por llegar a sus destinos. A medida que se avanza se suele escuchar cumbia, corridos norteños y rancheras, o personas que al estilo más macondiano buscan sorprender a través de un arte para ganarse la vida.
Luego de avanzar dos estaciones del metro llego a Tacuba, donde transbordo a la línea 2, que me lleva hasta el centro histórico de la ciudad. Recorro por un largo pasillo, cuyos alrededores exhiben portadas de periódicos. A medida que pasa la multitud veo en el fondo a una niña sentada que emite un “aleluya” cada vez que concreta una venta de dulces. El ruido sordo de las pisadas se fusiona en una marejada de sonidos salvajes hasta llegar a la gran serpiente mecánica de color azul que al frenarse estalla un sonido chirriante, esta abre sus puertas por unos segundos y al cerrarse, exhala y continúa su marcha.
Me bajo en el Palacio de Bellas Artes, un recinto cultural, muy seguramente el más emblemático en la manifestación de las artes en México. Caminar en todo ese entorno es un pase directo al pasado, no solo por su estilo arquitectónico, sino por lo inundado de melodías nostálgicas de los vagantes organilleros con trajes de capitán, que hacen resonar la magia y la sencillez del cilindro entre los pasillos que forman los inmensos y antiguos edificios.
El centro histórico de la Ciudad de México es un lugar donde el tiempo se cruza: por un lado, las ruinas de lo que fue el gran templo ceremonial de la capital azteca; a un costado, los danzantes con sus penachos rindiendo homenaje al pasado al ritmo de las percusiones y el movimiento de sus cuerpos; por otro, la emblemática Catedral Metropolitana por cuyas puertas cruzan cientos de creyentes católicos diariamente; el Palacio Nacional, sede del gobierno edificada sobre lo que alguna vez fue la casa de mando del emperador azteca Moctezuma, y, en el centro de todo ese esplendor arquitectónico, una bandera tricolor ondeante, símbolo de un país orgulloso de sus raíces y multiculturalidad.