La chaqueta metálica (1987): La lección de Vietnam / La tristeza de la guerra

La chaqueta metálica (1987): La lección de Vietnam / La tristeza de la guerra

Continúa el ciclo 'La guerra en el cine' del Cineclub Al filo del Tiempo, con 'Full Metal Jacket' de Kubrick, cuyos temas fueron el poder, la violencia y la guerra

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento
mayo 03, 2022
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La chaqueta metálica (1987): La lección de Vietnam / La tristeza de la guerra
Foto: Archivo

No pretendemos ver el cambio / Solo haber dejado algo / Por el camino andado que pasó. […] Matamos en la guerra y en las calles hoy tenemos / Viejos monumentos de asesinos. […] Hay quienes desembarcan ardiendo con un grito / sin barcos y sin armas por la vida.

León Gieco en El desembarco (1)

Aunque dentro del cine actual haya magníficos ejemplos sobre los desastres y la tristeza de la guerra, como Tierra y cenizas (2004), En la niebla (2012), Mandarinas (2013), filmes de Atiq Rahimi, Sergei Loznitsa y Zaza Urushadze, parte del Ciclo La guerra en el cine del Cine-Club Al filo del Tiempo, no podría ignorarse Full Metal Jacket (1987) o La chaqueta metálica, del cineasta gringo cuasi inglés Stanley Kubrick: como quiera que pasó los 20 últimos años de su vida en Londres, no a voluntad. Igual que para el gran Shakespeare, para Kubrick (NY, 1928 – Londres, 1999) los grandes temas, si no los únicos, fueron el Poder, la violencia y la guerra. Desde su primer largo, Miedo y deseo (1953), pasando por Senderos de gloria (1957), sobre la I GM, Espartaco (1960), sobre la liberación de esclavos en la antigua Roma, hasta llegar a Dr. Strangelove (1964), sobre el apocalipsis nuclear durante la equívoca Guerra Fría (la III GM: dejó más muertos que las otras dos) y La chaqueta metálica o Nacido para matar, sobre la guerra de Vietnam. Ejemplo notable sobre resistencia y dignidad de un pueblo para expulsar al intruso, invasor, camorrero: al mayor enemigo de los pueblos del mundo. Ya no es ningún secreto que dicha guerra devino el más grande error político/militar de EEUU en toda su historia: la mayor vergüenza humana de agresión de un Estado a otro, el más vil atropello a un país tranquilo, el más desgraciado golpe contra la autodeterminación de los pueblos. Desde mi columna La Fábrica de Sueños va este ensayo sobre un filme único.

Por contraste, también la mayor victoria de la dignidad, la que siempre hay que imponer a la ignominia, al desafuero y a la violencia inconmensurable del Poder y la que, en palabras del subcomandante Marcos, hoy constituye el ‘peor delito’ según la irracionalidad del invasor. Guerra que constituye la imborrable lección de una historia que, pese a no haber sido escrita como siempre por el vencedor sino por el vencido, nunca será otra cosa que la lección de Vietnam y a la vez contiene otra idea: la tristeza de la guerra. En cuanto al Poder, los filmes de Kubrick entrañan una ironía que intenta escudriñar los entresijos del mismo de cara a proponer una política más abierta y ética por honesta, menos retorcida y corrupta, con mayores opciones de ecuanimidad y de cambio efectivo, no simulado ni sometido al vaivén del gatopardismo: ese que pide que todo cambie, para que todo siga igual. Y para que las malas huellas de los viejos burócratas no se revelen en el camino dejado como ‘legado’: una evidente cagada que los medios ayudan a ocultar. Parte de esto, es posible leerlo en un filme como A Clockwork Orange (1971) o Una naranja mecánica, no La… porque no habla de una específica sino de otra genérica, es decir, que puede ser cualquier ser humano sin conciencia.

En cuanto a la violencia, la filmografía kubrickiana incluye desde las crudas secuencias de Killer’s Kiss o El beso del asesino y The Killing o Atraco perfecto, en realidad, La matanza, ambas obras de 1955, pasando por el brutal asesinato perpetrado por Humbert Humbert (James Mason) al inicio de Lolita (1962), de Nabokov, o los cibercrímenes de ‘Hal 2000’ durante el viaje del Discovery en 2001, A Space Odyssey (1968) o 2001, Una odisea espacial, hasta llegar a la ultraviolencia de la citada Una naranja mecánica, basada en la novela de Burgess, que derivó en una obra maestra, y de The Shining (1980), impecable adaptación de la literalmente laberíntica pesadilla escrita por Stephen King. Volviendo a lo que interesa aquí, mucho menos conocido, divulgado y tratado por la crítica es el episodio de la llamada Guerra de los Siete Años, entre Francia e Inglaterra, que Kubrick incluyó en Barry Lindon (1975), filme basado en la narración The Memoirs of Barry Lindon, del escritor inglés nacido en Calcuta, William Makepeace Thackeray (1811-1863), y en el cual abundan los duelos, descritos de las más diversas formas: desde el inicial y breve del padre de Redmond Barry, el protagonista (Ryan O’Neal), hasta el final y detallado del mismo Redmond con su hijastro.

Así, puede decirse que casi toda la obra de Kubrick se halla inscrita dentro de los parámetros, algunos desquiciados/desquiciantes, de las parejas de oposición (lo cual, dicho sea de paso, no implica que sea un incondicional de la llamada ‘teoría del conflicto central’ a la que se opone un cineasta como Raoul Ruiz) guerra/paz, violencia/tolerancia, caos/orden, miseria/opulencia, corrupción/honestidad; o bien presenta un claro enfrentamiento entre la violencia institucional y la violencia individual y/o grupal: tal es el caso, se reitera, de Una naranja mecánica, en la que Kubrick prefigura, se dijo, la ultraviolencia en un futuro próximo (2). Es decir, el presente: y no una falsa ‘distopía’ futurista como aquellas con las que el dúo (poco) dinámico U./statu quo juegan a especular, sin importarle un bledo el sujeto que esté al frente. Por eso, hist(é)ricamente se ha distorsionado/tergiversado la obra de Jack London, Aldous Huxley, George Orwell y en Fosa Común la de Rafael Pombo, Tomás Carrasquilla, José María Vargas Vila o Arturo Echeverri. Todos ellos, sistemáticamente alejados de las aulas de bachillerato o universitarias, subvalorados y desprestigiados hasta la saciedad, para que sus obras no sean leídas, a fin de poder seguir aplicando el discurso del negacionismo, tan útil como es a los fines del fascismo que campea a sus anchas por el mundo capitalista.

Dicha ultraviolencia se ejerce a través de una banda liderada por el inefable Alex de Large, quien en su desplazar panclástico, que no anarquista, viola, mata, golpea y roba, mientras la ciudadanía vive inmersa en una vandálica cultura ‘pop’ (apócope de popular, que la industria cultural gringa hegemónica transformó en esa voz ‘anglosajona’ que de forma notable denota una trivialización y un menosprecio de la cultura en general), glacial, decadente, sucia, en la que, siempre, los políticos y la policía son corruptos. Alex, cae en la garras de los científicos al servi(l)cio del Estado, los cuales, mediante el militar Tratamiento Ludovico (tiene que ver filmes con pinzas en los ojos que le impiden parpadear, consumir sustancias que le merman su potencial sexual y/o agresivo, escuchar música, v. gr. Beethoven, a unos decibeles insoportables), lo transforman de vulgar hampón en un inerme ciudadano ejemplar para, al final, renacer en su salvaje estado original al recibir las palizas que antaño propinó.

En cuanto a la guerra, cuasi género del cine, Full Metal Jacket o La chaqueta metálica presenta en forma clara dos escenarios espacio/temporales: el lugar de entrenamiento y la guerra misma. Ambos, inmersos dentro de una propia y particular atmósfera. Antes de entrar de lleno al primero, el espectador asiste a una ‘rapada’ colectiva, de la que solo se salva por la ‘ilusión’ del cine, en medio de la cual una canción pop, entre otras cosas, dice: “América [EEUU] ha escuchado el llamado del clarín y tú sabes que nos llama tanto a ti como a mí / Yo no creo que la guerra vaya nunca a acabar / y de nuevo el combate nos habrá de separar / Adiós, mi vida / ¡Hola, Vietnam!” Canción que, se verá al final, Kubrick con habilidad empata con Paint it Black, de los Rolling Stones, para hablarle a dicho espectador de una mágica abstracción de la realidad que le pueda permitir a él y a los personajes de su filme, ‘no tener que enfrentarse con los hechos’, dando por descontado que eso ya no es posible.

Hace diez años pensé que el laberinto vietnamita era la aventura siracusana de nuestro imperio. Ahora se me antoja una analogía melodramática, dado que en el ínterin no ha surgido Esparta alguna (con perdón de Kissinger-Schlesinger-Fordinger) capaz de derribarnos. Sólo nosotros pudimos hacerlo y poco faltó para conseguirlo. Por fortuna, la perfección misma de nuestra derrota debe poner punto final a nuestras demenciales pretensiones militares. Siempre hemos sido unos soldados pésimos: frente al enemigo, arrojamos el fusil y nos rajamos; cuando un oficial se pone pesado, lo liquidamos en pleno combate y aquí no ha pasado nada. En mi opinión, nuestra cobardía es señal de buen juicio. De vez en cuando ganamos una guerra y disuadimos a las Espartas en potencia con nuestra superior producción de juguetes letales. Este auténtico estado de cosas pone de relieve la absurda retórica de quienes están desconectados de la vida [gringa], como le ocurre al actual gobierno, empeñado en advertirnos de que el último orificio virginal del imperio supermacho y superyanqui, se halla en grave peligro de penetración por armas cilíndricas con cabeza atómica, si no abandonamos nuestro lastimoso e impotente ‘aislacionismo’ […].
GORE VIDAL

Sgto. Hartman: “¡Aquí [en EEUU] no hay discriminación racial!”

Una de las primeras cosas que salta a la vista, sin que quien asista a la proyección de Full Metal Jacket (por el casquillo de cobre de la bala 7.62 del fusil M-14) haya estado en la guerra u obligado a prestar el servicio militar (aunque exista la objeción de conciencia), es la identificación personajes/espectadores: ambos asisten a la más oprobiosa demostración de poder y alienación de que sea objeto el ser humano en su breve existencia. En ella se pone de presente la ignominia, la mezquindad, el egoísmo y el atropello que ejerce el Sgto. Hartman sobre ‘sus’ subalternos, los que a todas sus imprecaciones deben responder con un invariable ‘señor, sí, señor’ o, en su defecto, anteponer un ‘señor, no, señor’. No importa que recite perlas como: “Señoritas, si salen de mi isla, si sobreviven al entrenamiento, serán armas vivientes, embajadores de la muerte sedientos de guerra; pero hasta ese día no son más que vómitos, la forma de vida más baja de la tierra, ni siquiera son putos seres humanos, no son más que pedazos culeros desorganizados de mierda. Porque soy duro, no me van a querer… pero mientras más me odien, más aprenderán. ¡Soy duro, pero soy justo! ¡Aquí no hay discriminación racial!” Sí, claro, según reza cierto papel, todos son iguales: ‘niggers’, judíos, italianos o ‘grasientos’, aunque se cebe con uno de estos últimos, Leonard Lawrence, a quien escarmentará hasta la saciedad o hasta que él mismo lo permita. Tampoco falta las voces disidentes, como la del raso Joker, quien bien puede ser tomado por ‘payaso, comediante’ o ‘comodín’: aquél que sirve para arreglar un juego de naipes (a la Santos+), un ‘juego de guerra’ o un ‘negocio’, lo que a la larga es la guerra y en particular fue Vietnam. “¿Eres tú John Wayne? ¿Soy yo éste?”, conjetura Joker, sabiendo que tras la aparente inocencia de su pregunta se parapeta uno de los actores/íconos del promilitarismo. Alguien que en uno de los dos filmes que dirigió, Los boinas verdes (1968), el otro fue El Álamo, 1960, hizo una apología del tristemente célebre cuerpo armado que habría de convertirse en una de las pocas producciones a favor, precisamente, de la intervención gringa en Vietnam. Hartman no tarda en ripostarle a Joker, quien sale bien librado por sus ‘huevos’: “¿Quién dijo eso? ¿Quién es el ligoso comunista de mierda que acaba de firmar su sentencia de muerte?”

La responsabilidad por la guerra es totalmente nuestra. Los EEUU se sumergieron en una geopolítica que vio a los países como simples unidades: quien reuniera mayor número de ellos, ganaba el juego de cristianos contra comunistas. La teoría del dominó, corolario de esta línea de razonamiento, ha demostrado ser ‘operativa’, aunque del peor modo posible. Los cuadros comunistas agrarios, templada su inteligencia por la experiencia bélica, reemplazarán a las poblaciones urbanas en Indochina, carentes ya de todo deseo de resistencia. Los militares estadounidenses forjaron esos cuadros comunistas. Mi opinión es que la teoría del dominó siempre ha sido cierta: el comunismo se adueñaría del Asia Suroriental, en cuanto los EEUU abandonaran la región. […] ¿Mejorar el país? Buena suerte, hermanas y hermanos. Nuestras posibilidades de éxito son más bien escasas. Y, pese a todo, el futuro es difícilmente predecible. En el horror tecnológico de la máquina social y el barranco cancerígeno de la televisión, tiene que encontrarse la noción — que podría convertirse en credo político — de que el inmenso desarrollo de esta época es erróneo, insaciable e insípido hasta para los sectores más botaratas del país. Confiemos en que subsista el deseo de una vida mejor, en que sabremos dar con soluciones que nos sorprenderán. No es imposible que nuestros teledirigidos compatriotas den pruebas inesperadas de imaginación. Aunque las posibilidades de éxito sean escasas, recordemos que hace diez años nadie sospechaba el decisivo papel que desempeñaríamos en la liquidación de la fecal estrategia de nuestra pesadilla vietnamita.
NORMAN MAILER

He aquí una de las formas de sustentar la invasión a los pueblos: el disenso como subversión, como ‘comunismo’ (o el tonto ‘castrochavismo’ como receta omnímoda), una de las banderas del imperialismo en las eras del ‘demócrata’ Kennedy y de sus sucesores, el ‘Bruto’ Johnson y el ‘republicano’ Nixon, el mismo de la pandilla que asaltó Watergate. Sin embargo, la ‘honestidad’ de Joker se ve recompensada con su designación como jefe de pelotón en reemplazo del ‘nigger’ Bola de Nieve (velada burla del famoso músico cubano Ignacio Villa), no sin antes, eso sí, increparle: “¿Para qué te alistaste en mi amado Cuerpo?” “Señor, para matar, señor.” “¿Conque eres asesino? Déjame ver tu cara de guerra”. Cara que, hacia el epílogo y ya en el crudo tinglado del combate, mostrará Doc Jay al ser derribado por aquellas poderosas fuerzas que le han tendido una emboscada al pelotón de perdidos en suelo ajeno.

“Aunque el ambiente no sea precisamente festivo, hay que alegrarse por la victoria de la República Democrática de Vietnam y del Gobierno Revolucionario Provisional. Sería terrible que los EEUU se hubieran salido con la suya en Indochina. Sin embargo, no he visto algazara por parte alguna. Los festejos por la paz, como el celebrado este año en el Central Park neoyorquino, parecían aburridas reuniones de exalumnos: lágrimas en algunos ojos y nostalgia de las bizarras esperanzas de los años sesenta, los ardores comunales y los riesgos, imaginarios o reales. Porque ‘ellos’ ganaron y ‘nosotros’ no. Los ‘nosotros’ que desearon ‘nuestra’ derrota ya hace tiempo que se desperdigaron. La convulsión interna producida por el conflicto vietnamita amainó mucho antes de que los pueblos indochinos se liberaran de nuestra máquina de asesinar. Quienes nos indignamos ante aquella injusticia y sus intolerables atrocidades, alcanzamos el límite de nuestra influencia cuando la Mayoría Tenegrosa [sic] se opuso a la guerra por razones muy distintas: porque era interminable, o un despilfarro, o una chapuza. En 1972, cuando los espadones de Washington cambiaron de sistema, para proseguir la lucha valiéndose de sustitutos, Nixon obtuvo una aplastante mayoría de votos. ‘Nosotros’, los del ‘Movement’, sacudimos a la opinión pública, pero no conseguimos modificar el uso del poder, ni atenuar el espectacular consenso electoral a una guerra sin bajas estadounidenses. […] Los años sesenta devolvieron el interés y la perentoriedad a la vida política, aunque percatarse de la peligrosidad, el cinismo y el ingenio consustanciales al ejercicio del poder suponga comprender, finalmente, la inmensidad de la tarea que aguarda a quien pretenda efectuar un cambio político real. Esperemos que el presente decenio sea una época de mejor educación política, de mayor desconfianza hacia todos los slogans del optimismo histórico, respeto hacia la inexorable diversidad cultural, menos apego a nuestra inocencia, conciencia de los peligros del fariseísmo: virtudes, todas ellas, ‘liberales’, aunque imprescindibles para dar significado político a la indignación que aún chisporrotea”.
SUSAN SONTAG

“¿Qué excusa tienes?”, inquiere Hartman al raso Cowboy, quien al preguntar: “¿Señor, excuse, señor?”, obtiene como respuesta: “Yo hago las putas preguntas, ¿entendiste? Gracias, ¿puedo mandar…? ¿Te pongo nervioso? ¿Ibas a llamarme ‘comemierda’? ¿Cuánto mides, de dónde vienes?” “Señor, de Texas”. “De Texas solo vienen cabrones o maricones y tú no tienes cara de cabrón, así que eso reduce las opciones. ¿Mamas verga?” Y luego ‘vomita toda su mierda’ sobre el frágil, aunque gordo y grande cabo: “¿Vivió algún hijo de tus padres? Apuesto que lo sienten. Eres tan feo que pareces arte moderno… [Aquí tiene razón el c…] ¿Cómo te llamas?” “Señor, Lawrence, señor”. “¿Lawrence qué… de Arabia? ¿Eres de la nobleza?” “Señor, no, señor”. “¿Chupas vergas? A que podrías chupar una bola de golf por una manguera. Odio ese nombre. Solo los putos y los marineros se llaman así… Desde ahora, eres Gomer Pyle”. Aquí comienza a forjarse uno de los mayores arquetipos que desde la óptica psicológica haya construido el cine de guerra: Vincent D’Onofrio lo encarna. Ser complejo que representa el avasallamiento a que puede conducir exaltar valores como ‘patria, bandera, Marines’, por quien pasa la violencia del Poder como hecho razonable e irrefutable. Pero, como el infierno hacia la guerra es largo y tortuoso, vendrán todas las humillaciones posibles que llevan al sometimiento: la orden de borrar la ‘sonrisa imbécil en tres putos segundos’, salvar un obstáculo en diez, ahorcarse con la mano del propio Sgto. Hartman.

“En mi opinión, los vietnamitas son los únicos beneficiarios del 30 de abril. Según se acercaba el fin de la guerra, aumentaba la confianza, aquí y entre nuestros simpatizantes en el exterior, en que se notaría alguna mejora en EEUU. Nos libramos de una pesada carga financiera, de culpabilidad y de vergüenza. Nuestra república formularía una nueva política. Una vez desembarazados del conflicto vietnamita, libertad e igualdad dejarían de ser artículos de exportación y venta promocional. Dirigentes y pueblo aprenderíamos la ‘lección’, tras seguir por TV las incidencias del instructivo espectáculo. Lógicamente, es demasiado pronto para registrar semejante reacción, aunque cabe la posibilidad de que se produzca un efecto subliminal. De todas formas, dado que en la vida privada se aprenden tan escasas ‘lecciones’, es de suponer que ocurra algo parecido en la pública, menos sometida al control de la conciencia individual y tan pobremente dotada, en comparación, de medios para la reforma. Sea como fuere, […] hemos perdido la oportunidad de ‘corregir los errores’. El momento propicio llegó en la primavera de 1968, con la ‘abdicación’ de Johnson. La guerra debió terminar entonces (contando con la cooperación de los norvietnamitas) con una retirada [nuestra]. Desde abril de 1968, cuando se llegó a un acuerdo para el establecimiento de conversaciones de paz en París (aunque hubiera que esperar el otoño), hasta el mismo mes de 1975, con la retirada del último soldado, lo único que cambió fue el color de los cadáveres. […] La competencia por hacerse con bebés vietnamitas demostraba que seguíamos empeñados en una manifestación masiva de nuestra bondad esencial, un empeño de fatales consecuencias en el caso de Vietnam: mientras arrasábamos y defoliábamos aquel país, lo inundamos de hospitales, dispensarios, escuelas, semillas, cepillos de dientes y excedentes alimenticios, todo ello como prueba de nuestras buenas intenciones. De no haber persistido en este sincero espejismo, hubiera sido imposible la prolongación de la guerra. Con los huérfanos, el corazón nacional de nuevo se vio impulsado por los conocidos sentimientos filantrópicos [de Bill Gates hoy con la vacuna apartheidista]; a nadie se le ocurrió pensar que a lo mejor no teníamos ningún derecho a apropiarnos de aquellos bebés, patrimonio del pueblo vietnamita. Una vez más los ‘salvábamos’ de la enfermedad y la desnutrición; al mismo tiempo, servían de pequeños trofeos, recuerdos, botín rescatado de las ruinas de nuestra intervención, todo ello pagado a un precio altísimo por el contribuyente”. […]
MARY McCARTHY

Hasta llegar a Parris Island, Carolina del Sur, base de entrenamiento del Marines Corp, en un curso de dos meses para ‘los falsos héroes y los valientes locos’ del pelotón 3092, donde continúa el lavado de cerebro y el rechazo enfático, así sea injustificado, al ‘enemigo rojo’ encarnado por el fundador del PC de Vietnam y presidente del país en 1946: “Ho Chi Minh es un hijo de puta / me pegó ladillas y hasta gonorrea” [hoy se dice de Uribe en Fosa Común]. Viene luego la homologación del rifle con la mujer pues se acabaron los días de ‘meterle la mano a María Culopodrido bajo el calzoncito rosado. Están casados con esta pieza, esta arma de acero y madera… y van a serle fieles. Recen: ‘Este es mi rifle. Hay muchos como él, pero este es el mío. Mi rifle es mi mejor amigo, es mi vida. Debo dominarlo como domino mi vida. Sin mí, mi rifle es inútil. Sin mi rifle, soy inútil. Debo dispararlo con puntería. Debo disparar mejor que mi enemigo, que está tratando de matarme. Debo matar antes de que él me mate. Lo haré’”. Viene un paneo oblicuo inclinado a la izquierda sobre Pyle: “Ante Dios lo juro. Mi rifle y yo somos defensores de mi patria. Somos los amos del enemigo. Somos los salvadores de nuestra vida. Así sea. Hasta que ya no haya enemigos sino paz. Amén”.

“El Gobierno de los EEUU ha sido derrotado en Indochina, pero solo ha recibido magulladuras en casa. Ninguna potencia nos obligará a aceptar honestamente nuestra responsabilidad ni a ofrecer reparaciones. Al contrario, los esfuerzos estarán dedicados a oscurecer la historia de la guerra y de la resistencia en nuestro país. Tratemos de salvar ciertos hechos innegables, mientras los guardianes de la Historia se disponen a emprender su tarea. […] La guerra estadounidense fue criminal en dos aspectos destacados. Como la intervención en República Dominicana, y la invasión soviética de Checoslovaquia, fue un caso de agresión consciente y premeditada. En 1954, nuestro Consejo de Seguridad Nacional declaraba que los EEUU se reservaban el derecho a utilizar la fuerza ‘para derrotar la subversión comunista, o la rebelión, en otros países, intervención que no sería considerada ataque armado contra una nación extranjera’. En otras palabras, una clara violación de nuestras leyes sobre la declaración de guerra. Toda la actividad posterior de EEUU se basaría en esa doctrina. Por otra parte, la contienda revistió un grado de atrocidad indescriptible. El objetivo [gringo] consistió en la erradicación de fuerzas nacionalistas revolucionarias que, según cálculo de nuestros funcionarios, gozaban del apoyo de la mitad de la población. El método, inevitablemente, fue la destrucción de la sociedad rural. Aunque la guerra de aniquilación alcanzó parcialmente ese objetivo, EEUU jamás logró crear un sistema viable sobre sus ruinas. […] El Gobierno de los EEUU no consiguió someter al nacionalismo revolucionario en Indochina, pero el pueblo [gringo] resultará más fácil de dominar. Si los partidarios de la violencia estatal consiguen falsear sus derrotas ideológicas de los últimos años, todo quedará a punto para una nueva intervención armada en caso de subversión o rebelión, cuando cualquier país pretenda liberarse de nuestro sistema de dominio global. Hace veinte años, un prestigioso grupo de estudio definió la amenaza primordial del ‘comunismo’ como la transformación económica de las potencias comunistas, ‘de tal modo que disminuya su deseo y capacidad de complementar las economías industriales de Occidente’. En Indochina fracasó el esfuerzo estadounidense por frenar esa amenaza, pero no cabe duda de que la lucha continuará en otros lugares. Su resultado será afectado, cuando no determinado, por el del conflicto ideológico en torno a ‘las lecciones de Vietnam’.
NOAM CHOMSKY (3)

Castrense oración (“Amén”) que, como habrá de verse, se volverá contra sus inspiradores y en específico contra quien simboliza el intervencionismo, la agresión, la intolerancia: el Sgto. Hartman. Así, Kubrick monta, min. 42 a 46, una soberbia secuencia contra el militarismo en un aséptico baño, con economía de recursos y el trío actoral/clave de su filme: los rasos Joker y Gomer Pyle y el Sgto. Hartman. Suceso o, peor, insuceso con el que se cierra el primer episodio de Full Metal Jacket, el del entrenamiento, y con el que hubiera podido terminar el filme. De no ser porque faltaba el episodio de la guerra, en el que los ‘indestructibles marines’ deberían enfrentarse a un enemigo real (no invisible, como en Apocalypse Now, de Coppola), concreto, de carne y hueso: enemigo simbolizado por la fuerza de ‘esos rojos que son tan duros como un instructor de marines’. El efecto boomerang también opera en la guerra.

La transición hacia Vietnam, en concreto a la base de Đà Nẵng, se da a través de un fundido a negro, tras el cual aparece una mujer vietnamita, prostituta, que avanza de espaldas al público en un travelling hacia adelante y en diagonal al sitio donde están el raso James T. Davis, Joker, adscrito a periodismo militar, y el raso Rafterman, fotógrafo de guerra. En este hecho, en apariencia intrascendente, se esconde otro de los horrores de la guerra de Vietnam: según estadísticas de García Márquez (o ‘Marketing’, no se sabe) en un reportaje titulado “El delirante saldo de la guerra” (aparecido en revista Alternativa, N° 242 a 245, dic.1979), al final del conflicto había 72.000 prostitutas, un cuarto de la población de ciudad Ho Chi Minh padecía enfermedades venéreas, y entre los cuatro millones de analfabetos que había en todo el Sur se hallaban no pocas hordas de delincuentes menores de edad. A ello se suman otras no menos escalofriantes cifras: un millón de viudas, otro de tuberculosos, 360 mil mutilados de guerra, 50 mil drogadictos (casi todos niños y adolescentes), 8.000 mendigos y 900 mil militares del antiguo régimen imposibilitados para vincularse a una nueva sociedad. (4)

El horror de la mutilación: “¿Qué vine a hacer a Vietnam?”

Tal vez un solo ejemplo, entre esos miles de mutilados, sirva para ilustrar el horror de Vietnam. El que, en la práctica, quizás le costó la vida al chef Anthony Bourdain (1956-2018), por atreverse a hablar de la guerra, denunciar el atropello, recibir un premio palestino. La herida, texto suyo en el libro En busca del plato perfecto, en el que revela el dolor de ser feliz y privilegiado en un mundo tan desigual y violento. Qué extraordinario humanista el que hay (no digo, había) detrás de la figura de chef que él representaba para muchos. Texto desgarrado/desgarrador sobre los horrores de la guerra y sus secuelas sobre el ánimo de todo ser humano lúcido, sensible e inteligente. “Ya estaba acostumbrado a los amputados, a las víctimas del agente naranja, a los hambrientos, pobres, chicos de calle de seis años de edad, que usted encuentra a las tres de la mañana gritando: ‘Happy New Year! Hello! Bye-Bye’ en inglés, y después apuntan hacia sus bocas y hacen ‘bum bum’. Quedo casi indiferente a los chicos hambrientos, sin piernas, sin brazos, cubiertos de cicatrices, desesperanzados, durmiendo en el piso, en triciclos, a la orilla del río. Pero no estaba preparado para el hombre sin camisa, con un corte de cabello en forma de pudín, que me detiene a la salida del mercado, extendiendo la mano. En el pasado él sufrió quemaduras y se volvió una figura humana casi irreconocible, la piel transformada en una inmensa cicatriz bajo la corona de cabellos negros. De la cintura para arriba (y sabe Dios hasta dónde) la piel es una sola cicatriz; él no tiene labios, ni nariz, ni cejas. Sus orejas son como betún, como si estuviese sumergido y moldeado en un alto horno, siendo retirado poco antes de derretirse por completo. Mueve sus dientes como una calabaza de Halloween, pero no emite un solo sonido a través de lo que un día fue una boca. Siento un puño en el estómago. Mi ánimo exhuberante de los días y horas anteriores se desmorona. Quedo paralizado, parpadeando y pensando en la palabra napalm, que oprime cada golpe de mi corazón. De repente nada más es divertido. Siento vergüenza. ¿Cómo pude venir hasta esta ciudad, hasta este país por razones tan fútiles, lleno de entusiasmo por algo tan… sin sentido, como sabores, texturas, culinaria? La familia de aquel hombre debe haber quedado pulverizada, él mismo transformado en un muñeco sin gracia, como un modelo de cera de Madame Tussaud, la piel escurriendo como vela goteando. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Escribiendo un libro de mierda? ¿Sobre comida? ¿Haciendo un programita leve e inútil de TV, un showcito de bosta? La ficha cayó de una vez y quedé despreciándome, odiando lo que hago y el hecho de estar allí. Inmovilizado, parpadeando nerviosamente y sudando frío, siento que todo el mundo en la calle está observándome, que irradio culpa e incomodidad, que cualquier paseante va a asociar las heridas de aquel hombre a mí y a mi país. Espío a los otros turistas occidentales que vagan por allí con sus bermudas Banana Republic y sus camisas Polo de Land’s End, sus confortables sandalias Weejun y Bierkenstock, y siento un deseo irracional de asesinarlos. Parecen malignos, comedores de carnicería. El Zippo con la inscripción pesa en mi bolsillo, dejó de ser gracioso, se volvió una cosa tan poco divertida como la cabeza encogida de un amigo muerto. Todo lo que coma tendrá sabor de cenizas de aquí en adelante. ¡Jódanse los libros! ¡Jódase la televisión! Ni siquiera consigo dar un dinero al pobre. Tengo las manos trémulas, estoy inutilizado, preso de la paranoia… Vuelvo corriendo al cuarto refrigerado del New World Hotel, me enrosco en la cama aún deshecha, quedo mirando al techo con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de digerir o entender lo que presencié e impotente para hacer cualquier cosa al respecto. No salgo ni como nada por las siguientes 24 horas. El equipo de TV cree que estoy teniendo un colapso nervioso. Saigón… aún en Saigón. ¿Qué vine a hacer a Vietnam?” (Traducido del portugués por LCMS). (5)

El negro utilizado como carne de cañón

Una vez instalados en Đà Nẵng, los miembros del pelotón 3092 comienzan a ser sorprendidos por los ataques repentinos de los ‘vietcongs’ (soldados del ejército rojo de Vietnam del Norte), la muerte de 20 ‘amarillos’ colaboracionistas, la prometida visita de la actriz Ann-Margret que se va a pique por los hechos del comienzo del ‘Año Lunar de Tet’, la utilización de los negros como carne de cañón (“pon al negrillo tras el gatillo”, dice Bola Ocho antes de caer), los históricos ‘errores de posición’: “Estamos aquí y deberíamos estar aquí” (aunque, desde luego, nunca debieron estar allí), le dice el mismo Bola Ocho (alegórico apodo para un número más entre los ‘falsos héroes’) a otra de las víctimas de la valentía vietnamita, simbolizada en la figura de una mujer menuda, enjuta, casi escuálida. Y esa víctima es el raso Cowboy, el mismo que odiaba a Vietnam porque allí no había un solo caballo en el cual montar y uno más entre los del pelotón que pensaba “dejaremos que los amarillos sean los indios”, triste/pesada metáfora de la intolerancia yanqui. Pero, los amarillos ni mucho menos los rojos fueron los indios, sino, por contraste, la fuerza que emerge de la convicción, la lucha, la resistencia de un pueblo que, se reitera, logró su mayor victoria con base en la dignidad, el único valor que no puede perderse en un universo/mercancía, en un mundo/centro comercial, en una sociedad ‘sifilizada’ (Darcy Ribeiro) y decadente, que agoniza entre la tradición sin Historia, la familia sin futuro, la propiedad sin sentido.

Unas creencias creadas por el mismo Sistema que engaña…

En conclusión, el pueblo vietnamita sorprendió al feroz invasor con prótesis en los dientes, anclado en su (esa sí) auténtica tradición de respeto por los muertos y por los vivos, en su solidaridad ancestral (la que les permitió sacar a mongoles, japoneses, franceses y gringos) y en su desapego a las cosas materiales cuando de por medio está la salvaguarda de la dignidad, esa misma dignidad que hoy constituye el ‘peor delito’ (el que, no obstante, hay que seguir cometiendo), que hay que conservar a toda costa pese al atropello; salvar por encima de consideraciones de clase, identidad sexual, credo religioso o político o sin credo alguno. Que, a la postre, encarna aquélla humilde, aunque valerosa francotiradora vietnamita ante cuya dignidad el gatillo asesino de Joker titubea. Dignidad, palabra que hace rato dejó de figurar en el moderno diccionario de la tiranía, de la opresión, de la inconmensurable violencia del Poder, el que nunca ha buscado la verdad sino el engaño y el dominio de los pueblos.

El que en un craso error político/militar creyó EEUU conseguir sobre Vietnam, pero que a sus propios combatientes les dejó un sabor tan amargo como el que retrata la canción Paint it Black: “Miro dentro de mí y veo que mi corazón es negro / veo mi puerta roja y quiero pintarla de negro / Quizás desaparezca y no tenga que enfrentarme a los hechos / No es fácil hacerlo cuando todo tu mundo es negro. […] No pude suponer que esto te estuviera sucediendo”. (6) A grandes rasgos, ahí radica la lección de Vietnam, que con una minimalista economía de medios y a través de una singular atmósfera dividida en apenas dos espacios distintos, Kubrick mostró al mundo para que cada uno de los países deje de mirarse el propio ombligo y entienda que a nadie se le puede pisar cuando tiene la cabeza en alto, erguido el pecho y los sueños intactos: por estallar y cumplir. Y no por vender. Ni siquiera por negociar.

Así se trate de sueños para trabajadores cansados en un espacio que, como Hollywood, está muerto hace décadas o lo que es el cine para el finlandés Aki Kaurismäki: tan solo calma a los trabajadores para que no hagan una revolución. Y no la hagan en una sociedad organizada para que casi todo el dinero del pueblo derivado de su trabajo, vaya a bancos y ricos y dé al resto lo necesario para comprar productos que obtienen a través de las macroempresas. “Creo que el capitalismo es un crimen”, cierra el cineasta que ya no hace cine por no estar inspirado. (7) Si ello no basta, quizá sea suficiente citar a ese luchador por la libertad, la justicia, la verdad (entre puras Fake News) Julian Assange: “Nuestras sociedades son barrios marginales intelectuales. Nuestras creencias sobre el mundo y entre nosotros han sido creadas por el mismo Sistema que nos ha engañado en repetidas guerras, que han matado a millones”. (8)

Pese al placer morboso y a la riqueza que procura a los poderosos, la guerra siempre será un evento triste, porque sus resultados siempre traerán hospitales, sanatorios, cementerios. Tres símbolos de la muerte. Como urgente réplica hay que buscar un camino de paz y, más allá, hacerlo: al cabo, no se trata de que las actuales generaciones vean el cambio que entre todos se forjó, sino de dejar algo en el espacio/tiempo transitado, por un camino que no lleve al ‘país de cucaña’ sino a otro concreto. (9) Y de vuelta a la sensatez, a la ética y a una política coherente y honesta, como la que hasta ahora no ha podido verse en un mundo de palabras torcidas, imágenes lavadas, hechos tergiversados. Todo sea, dicen los ‘dueños del mundo’, por un planeta de ovejas, siervos, esclavos y contra otro de rebeldes, iconoclastas e inconformes: los únicos que pueden llevarle la contraria a tanto conforme y satisfecho con lo que (no) hay. Mientras llega el cambio real, aun en medio de tantos muertos, no hay que conformarse con las viejas estatuas andantes de asesinos: solo queda considerar la lección de Vietnam, la que de modo inexorable conduce a pensar en la tristeza de la guerra y en su único efecto, que solo sirve para devastar: ¡el horror! Contra él, hay quienes en su viaje por la vida logran prescindir de armas y de barcos, aunque no puedan jamás acallar su grito enardecido.

A Santiago, por cuyo ejemplo seguiré siendo un hombre de paz, aunque el grito siga ahí, arrebatado.

Notas y enlaces:

(1) https://www.youtube.com/watch?v=NCH7X8uB2DY&list=RDNCH7X8uB2DY&start_radio=1

(2) https://rebelion.org/el-cambio-que-niegan-los-politicos-y-siguen-sonando-los-jovenes/

(3) Las citas de Vidal, Mailer, Sontag, McCarthy y Chomsky, entre otros autores partícipes del simposio que convocó The New York Review of Books, en obediencia a la estructura del texto figuran en modo guion y tomadas del libro USA: Después de Vietnam, Cuadernos Anagrama, Barcelona, 1975, 73 pp.

(4) https://bibliotecadigital.univalle.edu.co/bitstream/handle/10893/10583/CB-0574035.pdf?sequence=1

(5) https://rebelion.org/extrano-caso-de-suicidio-por-ahorcamiento/

(6) https://www.youtube.com/watch?v=9wLEVIxydfc

(7) https://www.youtube.com/watch?app=desktop&v=RRYukyIxkDI&fbclid=IwAR0wBXGvj3b7vbWMs-EERBRlfyrMqOrcIyHPwhHOu3nDGq1Pv81XsikRkLs

(8) Cita que circula en Internet, vía redes sociales.

(9) País de cucaña o de jauja es un país mitológico del que se hablaba con frecuencia durante la Edad Media. Un país donde el alimento era abundante, pero podía prescindirse de trabajar: para zánganos.

FICHA TÉCNICA: Título original: Full Metal Jacket. En español: La chaqueta metálica / Nacido para matar / Cara de guerra. País: UK / EEUU. Año: 1987. Formato: 35 mm; color; 117 min. Género: Drama / Guerra / Thriller psicológico. Dir.: Stanley Kubrick. Guion: S. K. / Michael Herr / Gustav Hasford, basados en la novela semiautobiográfica de éste, dividida en tres partes de las que Kubrick retoma las dos iniciales, The Short-Timers (1979) o Un chaleco de acero. Mús.: Vivian Kubrick. Fot.: Douglas Milsome. Mon.: Martin Hunter. Int.: James T. Joker Davis (Matthew Modine); Leonard Gomer Pyle Lawrence (Vincent D’Onofrio); Sgto. Hartman (R. Lee Ermey); Animal Mother (Adam Baldwin); Cowboy (Arliss Howard); Rafterman (Kevyn Major Howard); Eightball o Bola Ocho (Dorian Harewood); prostituta de Đà Nẵng (Papillon Soo Soo). Productora: Natant / Hawk Films. Dist.: Warner Bros. Premios del Círculo de Críticos de Cine de NY, 1988: Dir. del Año, S. K., por Full Metal Jacket.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento* – Especial para Las2Orillas

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución fue lanzado por la UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en el portal Rebelión, EE y Las2Orillas. E-mail: [email protected]

 

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