Refiriéndose a la posición privilegiada que ya para su época había adquirido la prensa, Thomas Macaulay (1800-1854), miembro de la Cámara de los Comunes, señaló en uno de sus debates parlamentarios: “La tribuna donde toman asiento los periodistas se ha convertido en el cuarto poder”.
Tal frase se ha vuelto de frecuente referencia en los medios de la política y el periodismo, entre los cuales ha ganado relativa aceptación. Así lo hizo notar el periodista rumano-argentino Bernardo Neustadt al escribir en 1995: "Parece que no entendemos que ya no somos el cuarto poder, ahora somos el primero. Somos denunciantes, jueces y fiscales al mismo tiempo”.
Sea primero o cuarto poder, o no sea ninguno, lo cierto es que la prensa ha jugado un papel destacado en la conducción del destino de los pueblos en la medida en que ha contribuido a formar opinión pública, para bien o para mal, en torno a la defensa o rechazo del poder constituido.
La tendencia más generalizada, especialmente en los grandes medios, es a estar del lado de quienes tienen en sus manos el poder; al fin de cuentas y en términos generales, son estos los que pueden definir su orientación editorial, bien sea porque son sus dueños, o bien por ser sus mayores financiadores.
Lo anterior no quiere decir que todos los grandes medios piensen igual y que no haya lugar a diferencias conceptuales entre ellos y dentro de ellos. Por supuesto que las hay.
Sin embargo, cuando tales diferencias se presentan, ellas están relacionadas con aspectos meramente circunstanciales, sin que toquen la esencia fundamental del establecimiento capitalista, salvo que se trate de medios auténticamente democráticos.
Esa función defensora del statu quo es la que los mantiene atentos a evitar que las diferencias críticas se desborden, caso en el cual se vuelven proclives al uso de la censura, no importa que entren en pugna con las normas constitucionales que protegen la libertad de expresión. De tal mal también dan ejemplo los medios de izquierda.
Pero la censura puede provenir también de instancias gubernamentales, como la que se les pretendió aplicar a través del proyecto de ley que presentaron los ministros del Interior y de Justicia, que alcanzó a ser aprobado por el Congreso.
Ese proyecto le aplicaba mordazas de hasta 13 mil salarios mínimos de multa y prisión de 60 a 120 meses a quienes se atrevieran a denunciar actos de corrupción estatal.
Afortunadamente la intensidad del rechazo a semejante esperpento, orientado fundamentalmente contra el periodismo investigativo, alcanzó tal resonancia nacional e internacional que obligó a Duque a recular en su propósito.
Ojalá las acciones populares alcanzaran idénticos resultados.